sábado, 17 de enero de 2009

El americano impasible


Hace unos años, con una novia, cuando todavía Internet era algo que sucedía en otro lado, tuvimos acceso a un CD que era una base de datos hipercompleta sobre el cine. Jugábamos a algo un poco tonto, visto a la distancia, que era intentar llegar de un actor a otro, o de una película a otra en la menor cantidad de pasos posible. Experimentábamos el trabajo con los links y ella me decía que era la escritura del futuro: el hipertexto. Ese juego que era muy interesante en aquel momento, quedó como un recuerdo para -precisamente- el futuro. Hasta que no apareció IMDB no se pudo hacer lo mismo, y aunque no repetí el juego, aproveché y aprovecho todo lo que los links me dan. Así uno encuentra una película y su reparto y de repente aparece un actor, o un director, de los que habías perdido el rastro inmediato y te daban ganas de indagar más. Esto que vengo practicando hace años ahora se me ha convertido en algo un poco desmedido. Sé que haciendo esto y por alguna película que buscaba y alguna razón que me resulta inaccesible, me encontré con Lee Marvin.
Con Lee Marvin creo que tengo varias etapas de conexión y memoria: la primera cuando era chico, de las películas de los sábados o Sábados de súper acción en las que se resucitaba cierta versión de la función continuada que tenía el cine y que en el cine ya estaba muriendo. Ni siquiera agonizando. Sesiones de tres películas de tarde que seguramente se repetirían a la noche. Y alcanzaba también entonces para una función trasnoche de alguna película imposible de detectar de forma humana. Este cine era el Select, estaba en La Plata en la calle 7 y cuando se cerró terminó convirtiéndose en una iglesia evangelista. Algún día alguien tendrá que reflexionar sobre esta sustitución de espectáculos, que estoy convencido que no tiene nada de caprichosa.
Y ya que estoy en período de diversificar los recuerdos, también me acuerdo que ya con 23 ó 25 años asistí a la última función del Select en la que dieron Lo que el viento se llevó. Ya entonces me quedaba hasta que terminaban los títulos y por esa práctica para mí tan elemental, fui el último de salir de la sala. En la entrada me esperaba un periodista del diario El Día y el hombre que cortaba las entradas. Les juro que no me produjo tanta emoción que el diario me hiciera preguntas y pusiera una foto mía como "el último espectador", como lo que fue darle la mano al que cortaba las entradas. Nunca supe cómo se llamaba. Sólo sé que era un hombre flaco, alto, siempre vestido con traje y peinado a la gomina que, además, tenía cara de Drácula. Más específicamente se parecía a lo que podía haber sido Christopher Lee de muy joven. En nuestra cabeza de niños que lo vimos durante años en el cine, él era un personaje más salido de la pantalla para infiltrarse en nuestra vida cotidiana, en algo muy parecido a lo que después fue Last action hero con Schwarzenegger.
No alcanzo a recordar todas las veces que lo vi, pero sí me acuerdo del día en que una compañera de la Alianza Francesa y yo no fuimos a la clase para ver dos películas sucesivas tales como: 10, la mujer perfecta con Bo Derek y Dudley Moore; y el gran desafío de entonces, pleno 1980, que era ver El exorcista. Ese día me marcó como nunca, porque se conjugaron una chica que me gustaba un montón, una película que estaba de moda en todo el mundo y una que no había podido ver cuando era chico porque no tenía edad y porque me aterraba. El día que la vimos yo tampoco tenía los 18 años necesarios para entrar a ver la película, pero la chica con la que yo iba parecía mayor y cuando el flaco nos cortó las entradas nos preguntó: "¿Y ustedes cuántos años tienen?". Y los dos contestamos dieciocho.
Nos perdonó la vida.
Al flaco lo volví a ver un par de meses después de que cerraron el cine cuando se liquidaban los posters de las películas en lo que antes era una barra de bar, en la entrada. Él los vendía. Y después no lo vi nunca más.
Si yo pudiera filmar en La Plata y necesitara un cameo se lo tendría que pedir al flaco. Él sería el Christopher Lee, o el Vincent Price del que se valió Tim Burton para lograr que sus películas tuvieran cuarta dimensión.
Esta enorme digresión en la que incurrí fue para hablar de un tiempo en el que Lee Marvin no era más que otro actor en las películas. Un villano, casi siempre, pero un villano de alto nivel y presencia recurrente. En mi inocencia no había más para él.
En 1984, en París, vi un cartel de una película suya que estaban por estrenar: Canicule. Y tuve ganas de verla, pero no lo hice. Mi incursión fue en realidad una trasnoche para The Rocky Horror Picture Show, que en Argentina sólo se conocía indirectamente por la escena de Fama en la que los chicos de la película van a verla disfrazados y se la pasan genial. Creo que porque algo similar pasó en París, suspendí mi asistencia a ver Canicule.
En ese mismo año me despedí de él cuando lo vi en Gorki Park. Junto a William Hurt, y un tal Brian Dennehy que en aquel momento me parecía que también era muy buen pegador de piñas, amén de ser grandote y un bueno inabarcable.
Aunque me adelante, Dennehy pertenece a cierta raza común con Marvin, sólo que él caminó mejor por la buena senda. Por la buena y la mala, Marvin y Robert Mitchum.
Luego no tendría más contactos hasta 1994, cuando trabajando con la gente de El Amante Cine, volví a dar con él en tres películas: The man who shot Liberty Valance, Donovan's reef (o La taberna del irlandés que es como más se la conoce) y The big red one. Las primeras dos, de John Ford y la otra, de Samuel Fuller.
En la de John Ford él era el Liberty Valance al que un pusilánime James Stewart mata y eso le convierte en leyenda. Luego nos enteraremos que las cosas no habían sido exactamente así. Lo que es importante es que el Liberty Valance de Lee Marvin hace que toda la película tenga un sentido, que atemorice y haga pensar que derribarlo es imposible. Eso, obviamente, no se puede escribir en un guión ni pretenderse. Sólo puede conseguirse y eso lo hizo Lee Marvin.
Con esa idea me quedé y cuando vi The big red one, esa tremenda película de guerra, me quedé con la idea de que todo era un mérito de Samuel Fuller y que aún siendo un grande, Lee Marvin, era uno más de una legión de actores que podían imponer el mismo respeto en la pantalla. Estaba claro que ya gente como John Wayne o Henry Fonda, estaban muertos o muy mayores, con lo cual no había lógicas para aplicar, pero digamos que entre 1978 que muere Wayne y hasta la muerte del propio Marvin en 1987, no creo que hubiera muchos actores con las mismas características.
Y no me olvido, por supuesto, de La taberna del irlandés en la que precisamente Wayne y Marvin se mataban a trompadas todo el tiempo y descubrías el punto de comedia que también te podía dar él.
El salto llega hasta 2009 en que mirando IMDB y topándome de alguna manera con Lee Marvin me dije que tenía que indagar más. A la memoria me venía la película A quemarropa y eso porque la memoria es traicionera, ya que en mi cabeza algo me decía que era esa Canicule que yo no había visto y sigo sin ver. Miré todo lo que había hecho y me empecé a hacer preguntas tipo: ¿cuándo empezó Lee Marvin a ser Lee Marvin? ¿Fue cuando hizo Liberty Valance, cuando estaba en millones de series? ¿Cuándo?
Creo que hasta comienzos de los 60 con películas de John Ford era un secundario de nivel y luego entró como protagonistas de películas de acción y policiales en las que aún cuando fuera el "bueno", tenía un pasado de delincuente. Es imposible no verlo y no ver la ambigüedad del villano. Porque si había una perspectiva para verle era desde el mal y no desde el bien. Eso le hacía interesante, pero no es lo único.
Ahora, al volver a verlo, encuentro algo que me parece fenomenal: no lo veo actor, lo veo personaje. No quiero entrar en terrenos técnicos como que no actúa o no hace nada, cuando obviamente hace un montón. Quiero decir que así como en otros actores, independientemente de su pericia, veo al actor, en Marvin veo al personaje, al héroe, al villano, al hombre. Al que está inmerso en la historia y trabaja con ella. Esto es un ejercicio, por momentos, doloroso. Aunque suspenda mi incredulidad por la hora y media o dos que dura una película, siempre distingo al actor como un aura que está por encima del personaje. Más o menos perceptible, pero está ahí. Y esto pasa aún con muchos de los actores clásicos como James Stewart, Cary Grant, Henry Fonda. Quizás menos con John Wayne. O nada, también. Pero con Lee Marvin la ecuación es igual a cero absoluto. Y no es un actor bueno. Es estupendo. Lo veo junto a Gene Hackman en Prime Cut, con una desconocida aún Sissy Spacek, y a mí que me parece que Hackman es uno de los más grandes actores que se pueden encontrar, le veo la textura y a Marvin nada. Lo veo con Toshiro Mifune en Hell in the Pacific y me derrumbo ante los dos, pero Marvin es el minimalismo absoluto del villano de acción, de guerra, de policiales, de intriga. Quizás las películas en las que intervino no han tenido la suerte de pasar a un primer plano y él con ellas. Nos queda sí Los doce del patíbulo, pero creo que aunque busque y rebusque las películas son poco prestigiosas y no alcanzan a ponerle en un lugar que merece. ¿Es también una cuestión de tiempo como pasa con otros?
Yo creo que él fue el modelo de americano impasible, pero también impredecible. Fue el hombre que pudo hacer cien veces más de todo lo que le tocó. Fue un hombre de género y no bordó ningún drama como les tocó en suerte a muchos de sus colegas contemporáneos, mayores y menores que él. Murió bastante joven, sin serlo, claro, a los 63 años. Harrison Ford ha vivido más y no tiene el pelo blanco como le tocó a él muy tempranamente. ¿Cuántas películas más nos podría haber dado?
Acabo de leer por ahí que Tarantino es fan de Lee Marvin. Y yo también firmo. Con diez años de diferencia él le hubiera metido en una de sus películas. ¿Se lo imaginan en Jackie Brown haciendo el papel de Robert Forster, el detective que se alía con Pam Grier? Para Forster fue un empujón tremendo el que le dio Tarantino, como se lo dio en su momento a Travolta.
Creo que me voy a meter en el Facebook a ver si hay un club de fans y si no, a iniciarlo. Y quiero también desde ahora meter fotos en el blog. Y a pensar en una película en La Plata. Y a saber si el que cortaba las entradas en el Select sigue compartiendo el mundo con nosotros.
Muchas veces tengo la sensación de que nos damos cuenta de las cosas demasiado tarde.
Yo sobre todo.

jueves, 15 de enero de 2009

Replicantes

Primer post del año. Retrasadísimo. Desde el sacudón de las vacaciones navideñas que me cuesta sentarme a escribir lo cual confirma todo lo que dije en un post anterior sobre la importancia de hacerse el tiempo para la escritura. Lo difícil de hacerlo y lo que va quedando en el tintero cibernético.
Tuve varios impulsos perdidos y aunque no me veo recuperándolos, me quedo al menos con la idea de que puedo nombrarlos. El primero fue luego de ver Quarantine, la remake americana de Rec, la película de terror estrella de 2008, porque todo el mundo la fue a ver y porque ya desde que se estrenó se estaba hablando de que los americanos habían comprado los derechos para versionarla. Como es costumbre, ya todo el mundo pensaba en la degradación que habría en el remake sobre el producto original. Yo cuando vi Rec no pensé en esto para nada. La idea y algo de la factura estaba bien. No se la pasa mal, pero aún cuando todo el propósito está dirigido a hacernos creer que lo que vemos es una crónica del camarógrafo, algo resuena a falso. En primer término, los actores.
Salvo Ferrán Terraza, el bombero calvo, y en segundo lugar, Manuela Velasco, el resto de los actores se dedicó a minar cualquier credibilidad posible de la propuesta. Cuando todo apuntaba a un "esto es verdad", ellos lo negaban todo el tiempo. Y no quiero simplemente afirmarlo, hay que verlo y te salta a la cara.
Al salir del cine pegajoso y plagado de adolescentes de Valdebernardo al que la fui a ver, me dije: "la remake va a estar mejor porque peor no se puede actuar". Y dicho y hecho. Vi Quarantine y las diferencias fueron enormemente favorables. No solo en actuación, también en la fotografía y en el guión. La mejoraron, y la limpiaron de unos momentos muertos insoportables como eran las entrevistas a los habitantes del edificio, así como de algunas gracias que seguramente buscaban algo y al final de cuentas no aportaban nada.
Quarantine es más sucia y más salvaje. Es sucia en la luz y en la propuesta. Muestra una verdadera pesadilla urbana en la que frente a una emergencia bacteriológica, o se mata o se muere y no hay más opciones. La protagonista Jennifer Carpenter (la hermana de Dexter en la serie) trabaja sobre lo no dicho y con esto contrasta de forma brutal con la obviedad constante de Manuela Velasco que tiene que nombrar y explicar todo lo que pasa, amén de saturar con el discurso insufrible de los medios de que la cámara tiene derecho a filmar. Una pavada absoluta en un momento crítico como ese en el que no sabés si vas a salir con vida del edificio, y porque lo más probable es que te mueras.
Frente a Quarantine, Rec es una obra de teatro. O un happening documentado. Eso se siente al volver a verla. Una luz trabajada y artificiosa que hace más bonito el producto, pero mucho menos interesante. Porque para una propuesta de imagen bonita con cámara digital está Cloverfield que aquí en España se llamó Monstruoso. La luz está genial pero la forma en que está filmada no te lleva a que te fijes en la iluminación. En Rec no podés evitar hacerlo.
Está claro que frente a esta argumentación que hago muy a vuelo de pájaro muchos diferirán, pero estoy seguro que habría muy pocos datos objetivos con los que pudieran sostener una discusión. Siento ser categórico en esto. Estoy seguro que elegirían por amor o por rabia, pero no con mucha razón porque los problemas de Rec hablan por sí solos. Como los de El orfanato también, o Los cronocrímenes y los de muchas películas que concitan más partidismo que entusiasmo. Esa es la diferencia. Ya lo tengo. Partidismo a la hora de elegir y nada de entusiasmo a la hora de juzgar. Algo más cercano a la irracionalidad futbolística en el peor sentido de la palabra, frente a la excitación real que está en ver algo que está bien. Muchos velos se cruzan en la razón de un hincha para no ver lo bueno en otro equipo que no sea el tuyo. Y yo acepto esa regla del juego, pero cierro los ojos ante ella en el fútbol solo y hasta cierto punto. En lo demás no hay cómo defenderlo.
Por otro lado siempre vengo pensando, desde estos tiempos chinos en que todo se duplica y se falsifica, que al final de cuentas una copia, con una mejor dedicación en la factura y hasta en los elementos mismos que la componen, pueden hacerla mejor que un original. Lo pienso en esas copias de Armani que se hacen tanto en China como en mil lugares y que te llevan a pensar, al final de cuentas, ¿qué tiene mejor calidad? O, ¿cómo se dirime la calidad y la entidad real en algo?
Philip K. Dick también pensó mucho en esto. En su libro El hombre en el castillo se plantea qué le da el valor a un objeto. En qué consiste ese valor que convierte a un elemento X en algo interesante para mucha gente. Estuve releyendo el libro hace unos días porque buscaba un par de páginas en los que yo registré esta reflexión y desde entonces, desde hace diecisiete años cuando lo leí por primera vez, se me prendió en la memoria. Tampoco descarto que mi propio recuerdo haya alterado lo que leí, pero estoy seguro de que tiene que estar porque no me siento capaz de haber elaborado yo un pensamiento semejante.
El Armani clónico del sastre chino creo yo que tiene grandes posibilidades de ser mejor que el real porque creo en esa inmanencia de lo que está bien hecho supera cualquier barrera aunque no podamos verla. Creo que Quarantine es invariablemente mejor que Rec, pero por cosas seguramente mucho más profundas que las que a mí se me ocurren y que deben residir en algo que está contenido filosóficamente en el planteo de Dick. La maquinaria de fabricar realidades es muy débil en España. No falla la idea, que es incuestionable, sino algo que está contenido en la factura; en el qué hacer y en el cómo hacer. No sé, hay un tránsito físico entre la idea, la pura imaginación y la realidad; y la fabricación de la realidad implica una red industrial muy compleja que da entidad. Lo que se encuentra por fuera es pura simulación y artificio.
No es una excepción. Me pasa con Borges. Su construcción argumental, de lenguaje, de trama, es impecable, pero al leerlo el mundo ficcional no termina de tener la contundencia de lo visible. Sé que me meto en un jardín espinoso. Creo que porque hay algo de la idea y de la parábola muy abstracta que está presente en él; creo que sus personajes carecen de psicología y no porque no tengan ninguna, sino porque están al servicio de una idea, de ideas trascendentes y lo que pasa les afecta poco. Pienso en Funes, el memorioso. Puedo ver toda la argumentación que me pone en el sitio de lo que ve o contempla Funes, de lo que se puede elaborar sobre eso, pero no sé lo que le pasa. No sé quién es o a quién se parece, o a qué.
No digo que la falta de realidad sea un atributo negativo, y muchos menos en Borges que construyó su mundo con una dedicación fabulosa. Digo que hay algo en la percepción de la realidad que afecta toda nuestra percepción tanto ética como estética. La educación en nuestro mundo visual ordena ciertas jerarquías y otorga factibilidad a creaciones que todo el tiempo dialogan con la realidad, que es como decir todo el universo que podemos percibir y aceptar como posible. Lo demás lo eliminamos.
Hay toda una corriente crítica y desperdigada que proviene de diversos orígenes e ideologías que cuestiona lo inflexible de nuestro mundo aristotelizado. Se refugia en prácticas autodenominadas alternativas.
Creo que todo pasa por el consenso. El consenso construye la realidad y la realidad, por su fuerza, construye el consenso. Es un camino de doble vía, pero la maquinaria que puede fabricar el consenso, fabrica al mismo tiempo realidad. Hay algo de sus procedimientos que tienen algo de inasible y secreto; misterioso para los demás y para el propio manipulador, pero que hacen de ciertas creaciones un material pasible de ser traducido a formas reales, reconocibles, aceptables y por ende consensuadas.
Sé que hay algo tremendamente político en esto y que no intoxica el mundo creativo por tener esta condición, pero sé también que hay algo en la máquina de copias que invita a pensar sobre el estatus de las obras, qué son, por qué se hacen y para qué sirven, si es que tienen que servir para algo.