jueves, 12 de febrero de 2009

La educación criminal

Si Hammet y Chandler son los padres de la novela negra, sus hijos son -generacionalmente hablando- Jim Thompson, Chester Himes, David Goodis, Horace McCoy y Charles Williams. Hay más, claro, pero los tres primeros se disputan eternamente el oro, la plata y el bronce. O son más conocidos, que es un poco de lo mismo. A Thompson y a Himes les conozco la cara; a los otros, nada. No digo que importe literariamente algo conocerle la cara a un escritor, porque para escapar de los retratos ya están Salinger y Pynchon, pero a mí me gusta ver los seres reales.
Un día un amigo leyó una novela de Thompson y me señaló su perversidad, y eso es algo que entendí perfectamente al leer algunos de sus libros. De Himes entendí que tenía un curioso sentido del humor negro, amén de un tono un poco surrealista, grotesco, extremo, en definitiva: pantagruélico. Thompson ha plantado su cámara en un mundo violento y cruel, en un punto en el que el territorio de la ley y el orden, el poder político y el submundo de los albañales y el crimen se tocan de manera infinita. En ese sentido, en algún sentido, parece ser un escritor que sigue más de cerca la declaración programática de Chandler en El simple arte de matar, donde plantea que un político puede ser el que regenta el tráfico de alcohol y organiza el crimen.
En las novelas de Himes que leí encontré un universo de macchiettas. Personajes por delante de lo narrado y sin que esto vaya en desmedro de lo narrado. Su pareja de detectives negros, más cerca de Laurel y Hardy en el concepto y a cierto costumbrismo del Harlem que a indagar en el carácter. Creo que de este grupo es el más arltiano de todos los escritores, más por su estilo y su propuesta exagerada y desafiante.
Este grupo, sobre todo los de la segunda oleada, los "hijos", fueron elevados a los podios de la literatura por los franceses que vieron en ellos una vertiente americana del existencialismo. Lo cual es verdadero no en tanto que ellos se plegaran a un movimiento cultural europeo, como que reflejaron a su manera la desazón de la posguerra.
De ellos el que más me está sacudiendo es Goodis.
La primera novela que leí de él se llamaba Viernes 13 y si mal no recuerdo contaba la historia de un grupo de delincuentes que luego de un robo se ocultaban en una casa en medio del frío invierno y todo lo que ocurría, ocurría en ese mundo claustrofóbico. Pensé entonces que Goodis era un gran autor y una variante en el estilo de la novela negra. Luego leí La víctima y encontré algo que me sorprendió mucho: un hombre de clase media, más o menos ilustrado, cae en un barrio bajo y algo en él se transforma. En realidad, él se transforma. Se descubre interviniendo en ese mundo ajeno con la fuerza y la energía necesarias para sobrevivir. Se entiende, por supuesto, que el mundo criminal necesita más que actores, soldados, preparados para ser heridos, capturados y hasta para perder la vida. El protagonista, extraño a ese medio ambiente, se adapta y lucha como uno más.
Yo entonces creí que eran dos opciones de un mismo autor hasta que leí Disparen sobre el pianista, El anochecer y La calle sin retorno. Allí vuelve a reorganizar el esquema de hombre cultivado y talentoso de clase media (pianista, ilustrador o cantante) que entra en el mundo del hampa un poco por azar, pero que a lo largo de la historia descubre que estar allí y pertenecer es su destino. En Goodis el destino está regido por dioses más feroces que los griegos. No hay forma de escapar; lo que tiene que suceder, lo peor, sucederá y no habrá forma de evitarlo. En el transcurso de esta tragedia, el protagonista aprende a ser como los criminales. No lo aprende por las vías de la clase media sino por la violencia más descarnada. Todo el tiempo su cuerpo está comprometido en heridas o peligro de muerte. Nada se detiene. Vuelvo aquí a algo de lo que referí hablando de la turbulencia de los aviones. Siempre tenemos la esperanza burdamente optimista de que el martirio va a parar. Hasta Cristo en el Vía Crucis experimentó esto. Esperando hasta el último momento que la destrucción de la carne y el dolor pararan en algún momento. Pero la muerte llegó antes, lo cual o significa que llegara rápido.
Goodis, que no es para nada cristiano, revive esa experiencia en sus historias. Un hombre fuera de su sitio que desde que cae en la vía rápida de la carretera, ya no puede dejar de conducir por ella y de pisar el acelerador tanto o más que sus compañeros de ruta.
En todas las historias interviene una mujer que empuja la acción hacia adelante. No son mujeres fatales sino peligrosas por su capacidad de violencia. Son cero sentimentales y lo ocultan muy poco.
En La calle sin retorno creo que está mejor descrita esta transformación, pero también lo está en Disparen sobre el pianista. En ambos casos la (auto)destrucción física y moral mediada por el alcohol o el juego se plantan en primer plano. Es como si no hubiera forma de llegar a algún sitio sin aprobar el ciclo básico y ese ciclo básico incluye el ejercicio de perder. Esta pérdida y sobrevivir a ella es condición sine qua non para participar de este mundo y sus historias. No se puede ser espectador, visitante, turista o periodista, práctica muy cara a la pequeña burguesía que siempre tiene una salida posible por la tangente para no dejar los dientes esparcidos en un callejón. Algo relacionado con la integridad moral se cruza con la integridad física. Mantener una y otra más o menos intactas es lo que necesita alguien de clase media para entrar y salir del submundo del crimen. Pero, ¿qué pasa cuando esto no se puede concretar? Goodis lo responde novelando.
En La calle sin retorno Whitey ama desbordadamente a una mujer, y ella le ama a él, pero la diferencia de clases se impone clarísima entre los dos. No a través de prejuicios sino de situaciones hiperprácticas en las que pertenecer a alguien es un hecho de supervivencia. Ser el rey de la selva y tener que refrendarlo todo el tiempo. Y quizás el león joven esté preparado o no para hacerse cargo del desafío, o quede relegado al mundo de los débiles.
Luego de perder a la mujer que ama, Celia, porque su cafishio y sus socios le dan una paliza desmesurada (lo destrozan físicamente y encima le revientan la garganta para que no pueda cantar más), él completa el trabajo. Si la educación criminal empezó por la paliza, el la fue completando con la moral, hundirse hasta lo más profundo con el sólo objetivo, quizás, de volver a verla. Pero este volver a verla no implicaba el desplazamiento geográfico de recorrer metros o kilómetros para llegar a ella. Llegar, de verdad, implicaba sumergirse en lo más pantanoso de su alma y aceptar quedarse allí. Sin eso, aunque estuvieran frente a frente, las distancias que les separarían serían infranqueables.
Creo que si en los otros autores hay una narración sobre el mundo del crimen y sus ramificaciones, en Goodis está presente un rito de iniciación, una metamorfosis y un desplazamiento que lo instala en ese mundo. Eso es lo dramático que él narra. La educación del protagonista para poder participar de un ambiente que no es el suyo y que en algún punto jamás lo será, ya que aunque consiga trasladarse y dañarse lo suficiente como para aprender, ese ánimo de observación y de extrañamiento sobrevive en él y le pone lejos de todos los demás personajes. Sin ironías es un Mowgli y luego un Tarzán, pero sin las certezas de que los otros animales se lo vayan a comer. Tenemos su punto de vista y crecemos con él en el dolor, pero no podemos dejar de mirar y ese impulso de observar, aún sin juzgar, le deja un resquicio de debilidad en el alma y le condena a perder una vez más. No porque los otros no pierdan, sino porque en él pervive la nostalgia de un mundo en el que lo que se pierde sólo puede ser llorado y no aceptado. En Goodis queda flote un último aliento de lo humano en un hombre antes de ser animal por completo, y sólo por hacer el esfuerzo de mantener ese aliento se expone irremisiblemente a la devastación y a la muerte.

lunes, 9 de febrero de 2009

La dictadura de la fotogenia

No me imaginé que lo que me fuera a mover a un nuevo post sería la película Camino. Como crónica insignificante de por qué la vi cuento: a) El cartel es fuerte y la línea "¿Quieres que rece para que te mueras tú también?", lo es bastante más; b) La sorpresiva, al menos para mí, votación de los Goya.
No digo que me importe un comino lo que se vota y lo que gana, porque si gana lo que me gusta me siento -de alguna forma- compensado y si gana lo que no me gusta me invade una sensación de desconcierto. Los premios, de una manera u otra, son un canto de sirena, y creo que aquí se cumple por completo.
Las dos anteriores películas de Fesser (El milagro de P.Tinto y La gran aventura de Mortadelo y Filemón) están poseídas por el color excesivo, por los planos de la publicidad y los clips; planos deformes, muchos, pero muy modelados estéticamente. A ninguna de las dos películas se les podía recriminar nada por esas elecciones, ya que lo que pretendían mostrar lucía mejor y vendía más. Está claro y más que claro que lo que se ve más bonito, entra mejor por los ojos.
En Camino optó, aparentemente, por el drama, y si bien no se decantó por esta opción, no fue porque no fuera su credo sino porque la historia no le daba el pie para hacerlo. No obstante definió un submundo onírico en el que se pudo despachar a gusto con los colores. No sé con qué inspiración o ánimo creativo arremetió con este espíritu de Huevo Kinder sobre un mundo sin lugar a dudas cruel y le lavó la cara. No digo al Opus Dei, que seguramente tendrán sus razones para quejarse sobre la imagen que queda de ellos, sino a una concepción sobre lo narrado.
Lavado es diluido. Hayan o no aplaudido los que vieron morir a la niña en la que se inspira la historia, nada se puede ver allí como un documento veraz. Al elevar lo que se cuenta y cómo se lo cuenta a un punto de fábula se anula esta posibilidad por completo. Como al poner en un plano simultáneo la muerte de la niña y la representación de la Cenicienta en un centro cultural de Madrid que ella hubiera deseado hacer para estar cerca del chico que le gustaba. O al ver la escena del baile sobre un fondo blanco sobre el que salen flores dibujadas y se reencuentra con un padre recientemente muerto, usando el vestido que su madre no le compró. Así se lava el impulso de una historia convirtiéndolo en un espectáculo que te hará llorar, pero porque el juego es llorar y emocionarse y ver lo bonito que pudo haber sido todo si los monstruos no hubieran aparecido. Los monstruos son el Opus Dei y juro que no me hacía falta que me lo contaran para que yo lo supiera. Todo eso es una verdadera película de terror. El cómo para refrendar una creencia hace falta sacrificar a una persona.
Fesser dijo, o dicen que dijo, que cuando leyó la historia de la chica en la que se inspira el film dijo que allí había una película y yo me pregunto ahora por qué no la hizo. Porque esto no es una película. Para los que se encantaron con Amélie y ahora dicen que Camino tiene algo de Amélie, yo creo que tiene todo lo patético e impostado de Amélie y que si la pericia de su director la hizo salir adelante y engañar y mucho, lo que hizo Fesser es un mamarracho. Que no es una historia real, que no es una fábula hecha y derecha, que miente pero no como le corresponde mentir a la ficción, sino porque engaña y manipula.
Hablan de los actores: Carmen Elías es muy buena actriz y aquí está muy bien, pero yo no estoy convencido de que aunque lo haya hecho bien, sea interesante; el padre, Mariano Venancio, está puesto en el lugar del punto de vista y hasta ahí su rol se justifica; ambos, creo, están con el automático puesto y hacen las cosas con corrección.
Y si la fotogenia es una enfermedad terminal, no puede matar sólo un par de cosas de las película. Las mata irremisiblemente a todas y la actuación va con ellas. Manuela Vellés, la hermana, es insoportable. Todo el tiempo exagerada, declamante y con sus ojazos verdes fuera de órbita todo el tiempo, ¿había alguien que le pudiera decir que se relajara un poco? Todos los demás, también declamaban. De ahí a una película de Garci hacía falta dar un paso. Y la niña Nerea Camacho... Es guapa, tiene ojos verdes, es fresca, encantadora, es inocente, es buena. Está más cerca de Alicia en el país de las Maravillas que de cualquier realidad posible. Y cuando se le da el Goya a actriz revelación lo único que se está diciendo es que es una sorpresa que hayan encontrado a esta niña. Pero, ¿después qué?
No sé si alguna vez voy a entender lo que pasa con estas maquinarias aberrantes que algunos quieren presentar como películas, que no tienen entidad, que cuentan una historia pero para poder contarla la disfrazan de otra cosa que no sea tan cruda ni se pueda reprochar tanto, que si pide oscuridad, le podamos encontrar una zona de luz y color, y que los personajes no tengan que ser desesperadamente normales sino que sean guapos o atractivos.
Antes de que la niña caiga fuertemente enferma una de sus amiguitas del colegio dice que ella nunca podría ser Cenicienta en el teatro porque no es bonita ni tiene tetas como otra de sus compañeras. Y Camino le dice: "Tú no eres fea". Lo cual es un gran consuelo, seguro, para la niña porque también tiene claro que no es guapa, y si no se hubiera enfermado Camino tendría que haber sido Cenicienta por lo linda que era. Pero sí es la Cenicienta de esta historia que no tiene personalidad, que disfraza el punto de vista para que nada parezca tan radical. Como el padre, que se traga todo quién sabe por qué.
Es triste que se aprenda de lo malo del cine americano. Cine de premios liderado por deformes, historias de nazis, enfermos y freaks. Quien los borda se puede llevar el oro. Y como tantas cosas es un aprendizaje malo y tardío. Con treinta años de retraso o más.
Pero bueno, la vida es así y cada día pienso que me tengo que sorprender menos de las cosas. Hasta quizás algún día alguien diga que Fesser es un verdadero autor y en los DVDs le saquen una trilogía -que ahora ya la tiene- y le agreguen en los extras su obra maestra: El secdleto de la tlompeta. Yo, por si alguien lo piensa, aviso: preferiría que no me la regalen.