jueves, 19 de marzo de 2009

Geopolítica

Empecé escribiendo este post en servilletas. Lejos de hacerlo con intención bohemia, fue la bohemia la que cayó sobre mí a plomo. Hoy jueves 19 de marzo, todo está cerrado y yo me he dejado las llaves de la sala en casa. En síntesis, que me he quedado fuera y con las ganas de escribir sobre Los abrazos rotos de Almodóvar, que es algo que me atacó esta mañana y aún no me lo puedo quitar de encima.
Así que con este espíritu digresivo con el que me encuentro siempre, pienso en todo. Empiezo por una cosita pequeña y termino enganchando con otra y otra y otra y así.
Lo primero que me pasó es que me gustó Penélope Cruz y esto lo digo con toda la decisión del mundo ya que ella nunca me convence y como día a día su estela se multiplica, yo quiero pensr que estoy equivocado y que todos los demás tienen razón. Que hay algo en ella que yo no veo y me estoy perdiendo, pero por más que le he ido poniendo voluntad, no lo he conseguido. Sin embargo, ayer, sin esfuerzo, me convenció y es la primera vez que me llega y no la veo como la invención que aún creo que es.
Nunca negué en ella una cuota de carisma que la vuelve irresistible al mundo, y creo que es ese elemento carismático el que persiste en ella, y seguramente algo que se mueve detrás de bambalinas y la hace apetecible para los directores, pero que nosotros, el vulgo, desconocemos por completo.
Cuando en Volver Almodóvar quiso recrear una criatura neorrealista en estado puro, devota de la imagen de Sophia Loren en Dos mujeres de Vittorio de Sica, no me gustó el esnobismo de la apuesta. El tema allí era ver a Penélope como otra. Como un eco de, una remake humana. Y lo que ahora me empieza a gustar de ella es que empiece a generar una imagen propia. Que salga de su tono histérico perpetuo y que puede quizás ser menos maqueta de Almodóvar como lo terminaron siendo algunas de sus chicas.
Y cuando pienso en Almodóvar se me ocurre que no deja de interesarme. Que le empiezo a encontrar puntos en común con Woody Allen como poeta de su cultura. Uno con Nueva York, el otro con una España redibujada desde un Madrid inexistente que presta su escenografía para que nunca se le termine de ver como tal. Y como no conozco Nueva York no me atrevo a decir nada de Woody Allen, pero creo que me terminaría sorprendiendo mucho si cruzara impresiones.
Quiero decir que Almodóvar era, para mí, España antes de aterrizar aquí. Y a once años de estar viviendo por estos lares entiendo que sus criaturas y su cine transitan por lugares diversos. Él logró crear un mundo propio que bebe de la cultura española pero la transviste con un espíritu y un tono lejano a la crónica o al retrato. Esto no es crítica, sino solo reconocer que sucede de esta manera y que hay que aprender a leer a Almodóvar más desde su mundo que desde su geografía física. O quizás sí desde su geografía política, aunque más no sea un poco.
Almodóvar es uno de los pocos autores en activo que quedan. Junto con Woody Allen y Clint Eastwood no creo que haya otro que revista esta categoría. Porque otros grandes como Scorsese o Coppola, llegados de otros tiempos pero perdidos en la bruma del presente, me parece que ya no cuentan. Y como parte de una lista caprichosa entiendo que alguien patalee, pero estas criaturas con silueta propia escasean, y a Almodóvar le toca ser visto con los ojos de cierta especie en peligro de desaparición. Voy un poco más allá.
Desde que los Cahiers du Cinéma empezaron a construir la noción del autor en el cine, la forma de ver a los directores cambió. Así como cambió la forma de verse de ellos mismos. La lista de autores que se fueron descubriendo entre la maraña desde los años sesenta hasta el presente, es grande. Encontramos algo en ellos que los hace perdurables y que les permite ser recordados. Muchos han muerto. Los últimos grandes que se fueron, lo hicieron el mismo día: Bergman y Antonioni. Fallecidos ellos, no queda muchos que nombrar como autores. Quizás de los más jóvenes alguien como Wong Kar Wai, pero no termina de tener la contundencia que le haga ser visto como tal.
Por ahora suspendo el post y vuelvo luego al ataque...
Ya volví y aunque el otro día se me ocurrieron más autores, ya se me olvidaron por completo. Da igual, los franceses discutirían largamente que hay muchos más, pero yo creo que el panorama está cubierto, de golpe, por estos nombres.
Al paso de los días Los abrazos rotos se me desvanece y destaco a los actores más que a la historia o la trama. Y quizás también algo del mundo visual almodovariano que sigue imponiendo en cuanto a colorido y tiene tirón para rato.
Almodóvar también se ha vuelto un poco Woody Allen. Director de la regularidad y el compromiso no anual, pero bianual, y con el cual el valor de ser extra, aunque sea en su película, se toma como si se hubiera conseguido casi un protagónico. Paso con el casting catalán de Vicky, Cristina, Barcelona y ahora pasa también con Los abrazos rotos. Actores en ascenso luchan por quince segundos de gloria. Kira Miró o Alejo Sauras en papeles que rellenan más un videobook para productores distraídos o para promociones inexistentes tipo: "¿Y cómo fue trabajar con Almodóvar?"
Creo que hay algo de snobismo en ambos casos. Snobismo que se opone en todos los sentidos a la propuesta de Clint Eastwood, sobre todo en Gran Torino. Sólo él y un elenco de asiáticos americanos desconocidísimos logran concitar la emoción y además un extraño fenómeno de taquilla del que se habla bien poco. Algo que renueva el misterio de qué es lo que busca el público y cómo de tanto en tanto, frente a una película que tiene cero actitud marketinera, se congrega la gente.
Ah y otro hecho a destacar en cuanto a Eastwood es su capacidad bestial de filmar. Después de dos simultáneas como fueron Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima, también dobla con El intercambio y Gran Torino. Yo para mi vejez quiero la mitad de esto.
Volviendo a Almodóvar y Penélope Cruz, sigo pensando y machacándome la cabeza sobre cómo confeccionar un mapa estético político. Empezando por cómo desde el espectro audiovisual se concede a cada país un cierto sitio jerárquico en la industria cinematográfica y una expectativa de producción internacional. De España se espera el exceso y cierto exotismo. De Alemania una constante actitud de revisión de su pasado del siglo XX. De América Latina, tiernas crónicas de la crisis. Y dentro del propio espectro americano un lugar para el cine de minorías. Los latinos, graciosos (y a veces monigotes) o preocupados por su integración a la sociedad estadounidense. Mitos de la superación personal que para el blanco medio ya no son tales y para el afroamericano se han convertido en el acceso a los puestos de poder claves, que la realidad corona con la llegada de Obama.
Todo el cine fue y se vuelve siempre un poco metáfora del mundo en el que vivimos y se convierte en una transposición de los tiempos que corren. Paro de nuevo...

jueves, 5 de marzo de 2009

Géneros



"Alle großen weltgeschichtlichen Vorgänge ereignen sich zweimal: Das eine Mal als Tragödie, das andere Mal als Farce"

G. W. Hegel
(1770-1831)






Encontré la frase original. Si los propios alemanes no la adulteraron, es tal y como la concibió Hegel: "Todos los grandes procedimientos históricos ocurren dos veces: la primera vez como tragedia y la segunda vez como farsa". Y así como la cita se ha colado en todo momento conveniente, yo quiero rescatarla con otro fin. No predictivo, por supuesto, porque creo que lo único que entrevió Hegel fue la reproducción de un modelo en un momento y otro de la historia, en el que lo que cambia, notoriamente, es el género.
No me atrevo a señalar el momento en el que divergieron la historia, la crónica y la ficción para tomar cuerpo propio, pero creo que todas comparten de una u otra manera un aliento dramático. Que la ficción esté regida por las leyes del drama y que de Aristóteles hasta aquí se encuentren fuertemente conectadas ficción y drama, hace que parezca que la historia y el periodismo pertenecen a otro universo, ajeno, y que existen sólo para ser fuente de la ficción porque la viceversa es inaceptable, al menos desde un punto de vista estrictamente racional. Digo esto porque cuando en la vida cotidiana soltamos que la realidad supera la ficción o que a veces la realidad emula la ficción, hacemos una afirmación aventurada, ya que si nos toca chequear y comprobar esta idea desde lo científico, renunciaríamos a lo dicho.
Y no deberíamos renunciar tan fácilmente a algo que está en nosotros desde muy lejos.
La narración lo une todo. Hechos narrados en cierto orden que proponen un origen, un lapso, un crescendo, un clímax, un desenlace. Esos elementos compositivos concurren en la narración de lo distante, de lo inmediato y de lo inexistente. Y para construir ficción nos valemos del recurso de narrar lo distante y lo inmediato, para que a nuestras historias no las veamos como parte de lo inexistente total. Y tendríamos aún más noción de esto al enfrentarnos con las falsificaciones de la historia o de las crónicas de nuestro presente, donde el elemento realidad -como sinónimo de verdad- desaparece. Y si la verdad ya no está en los hechos que se narra, porque se altera su orden, su naturaleza, o se los elimina, bajo un proceso de bien cuidada e intencionada edición, ¿qué nos queda?
Ficción y falsificación aluden a estados morales diferentes. Y obviamente también a distintos puntos de vista. Como trabajo de reconstrucción, la historia o el presente, involucran millones de juicios, no todos conscientes, pero que de una forma u otra se manifiestan. Es cierto que Colón llegó a las costas de un continente que se llamaría América un 12 de octubre de 1492, pero la narración de esos hechos diferirá en muchos puntos y coincidirá en otros, quizás nunca en los mismos. Si es cierto que Jesucristo existió, no es cierto en todo caso que hubiera nacido un 25 de diciembre, pero parece ser que de acuerdo a nuestro comportamiento colectivo, esto fuera de alguna manera más verdadero que la llegada de Colón a América. No digo que sean hechos que compitan, pero las zonas grises de las narraciones sobre las que navegan (y a veces naufragan) nuestras vidas son enormes, y cielo y tierra no parecen separarse en el horizonte. Y al fin y al cabo, qué es el horizonte más que una construcción abstracta.
Vuelvo a Hegel. Hay ironía en la frase, porque él le aplica una categoría al elemento fáctico. Una categoría que califica un hecho como tragedia o farsa. Mismo mecanismo, similar puesta, cambio de género. La historia se transviste o se transviste la narración misma. Historia y ficción como tierra y cielo. Dos mundos en pugna como en la Ilíada y la Odisea, entre los hombres y los dioses, dos secuencias de acontecimientos y dos dramaturgias entrelazadas como cualquier película que se precie. El arte de la ficción, como cualquier arte, consiste en hacer invisible la técnica y que las costuras con las que se sostiene la obra desaparezcan; salvo en los momentos en que mostrar las costuras implique un goce estético sin igual y reemplace nuestra suspensión de incredulidad por algo igual de poderoso.
Hegel dice tragedia o farsa para la historia, es decir, para la narración de un hecho que puede existir en sí, pero que no cobra forma hasta que es contado por alguien y este alguien le aplica un género. El ordenamiento de esta historia, la construcción de la fábula, remite a un esqueleto. El género remite a la carne y al aliento, a la intensidad y a los tiempos. Pero creo que por encima de todo, al calificar la historia, al compararla, Hegel la ficcionaliza. La mete en el territorio narrativo y la somete a sus leyes. Dice de alguna manera que la historia existe a través de modelos narrativos en los que puede ser encapsulada y que estos son los medios en los que los acontecimientos se vuelven transmisibles. Si no fuera así, la historia no podría ser ni ordenada ni categorizada.
Un historiador se cortaría las venas frente a lo que yo digo ahora y yo les juro que lo entendería. Pero nada de eso quitaría que todos los mecanismos de investigación y corroboración que usa el historiador para contar su versión sobre el mundo, no estén gobernados por otros también un tanto invisibles. ¿Qué necesita el que aprende historia, el que digiere los hechos, para encontrar un verosímil en lo que se le narra? ¿Cuánto de suspensión de la incredulidad impone aceptar lo que se nos cuenta como verdadero? ¿Cuánto de artificio interviene en la narración para que alguien acepte y de alguna forma tome partido, o participe de algún punto de vista cuanto menos como simpatizante? Las guerras a lo largo de la historia también podrían ser contadas como la historia de los malos entendidos sobre los hechos, sobre las malas lecturas y las pésimas comprensiones. Y así mutan invariablemente entre tragedia y farsa.
Narrar es editar, siempre; jerarquizar, excluir. Pasa en la historia y en el periodismo. ¿Quién cometió un crimen, quién se subió los sueldos, quién invadió Tierra Santa, quién llegó primero, quién tiene derecho sobre este territorio, quién no? Medio Oriente y los Balcanes serían el testimonio presente más dramático que pueda existir sobre el tema. Y todas estas preguntas no hechas se responden de antemano, narrando. El que cuenta y pone las palabras suele ser el que pega el primer golpe. Luego hay que desmentir y para hacerlo se requieren esfuerzos más complejos. Pero está claro que suele ganar el que pega más fuerte, aunque haya pegado después.
Tragedia y farsa no están en la naturaleza de lo que se narra, sino en cómo está presentado y al mismo tiempo en cómo está percibido. Es un fenómeno de comunicación que supera todos los esquemas teóricos, pero que a la vez los incluye.
Quiero entender entonces, primero, que todos los métodos poéticos y retóricos están incluidos en todas las disciplinas y sobre todo en las humanísticas. Eso acerca lo que parece ajeno y lo une en un sitio que podría parecer exclusivo de la ficción: creer en lo imposible y creer en lo irreal. Y para eso lo imposible e irreal tienen que parecer reales y posibles.
También quiero entender que el género aplicado a un acontecimiento, verdadero o artificial, pero un mismo acontecimiento, se compone de reglas muy precisas que transmutan su carnadura y su percepción, pero que en su secuencia permanece, digamos, idéntica. Lo interesante es percibir el momento en el que lo que uno ve, cambia y poder ver por qué cambia.
Creo que me metí en un jardín fenomenal y no lo lamento. Entretanto publico lo que tengo y ya veré como salgo de aquí en un próximo post. Si es que salgo.