miércoles, 25 de agosto de 2010

De culpas y conejos

Por vicisitudes propias del verano madrileño hoy me desperté a las 4.45 y ya no me pude dormir. Usé, creo, sabiamente el tiempo para entrar a un libro que compré hace unos días: La casa de los conejos, de Laura Alcoba (en la foto). El primer y fundamental motivo por el que lo compré es que transcurre en La Plata (mi ciudad natal); el segundo es que lo escribe una contemporánea. La autora y yo pertenecemos a la quinta de los que fuimos niños en la época pre dictadura militar. No esperaba un relato en el que se conectara la experiencia, pero sí la ciudad y los tiempos, que ya es demasiada coincidencia.
Temía a este libro porque el tema de la dictadura convoca ciertas escrituras complacientes. Esto es: buscar una temática como la dictadura ya de por sí despierta una simpatía cómplice en cualquiera. De todo punto de vista compartida, claro, pero eso a veces atenta contra la fuerza y el contenido de la narrativa. Soy de los que creen y piensan que lo que hace potentes una lectura, una película o una canción, no es su afinidad con cierto mundo de ideas externo a la obra sino de ciertas fuerzas que la propia obra genera.
Me acaba de venir un flash digresivo y lo comento. ¿Qué es Jack London además de un paisaje y una forma de narrar la aventura?: es una ética. Jack London era un escritor y periodista muy politizado, muy comprometido con la causa marxista y él imbuyó a sus personajes y sus historias de algo que iba mucho más allá de la idea de una "causa". Sus personajes tenían una moralidad y un pathos particular que los hacía especiales. Un mundo londoniano que no era idéntico de su ideología pero que afinaba poderosamente con ella. Obvio que los no marxistas y anti marxistas, pueden sentir que esto no es así. Sería una pena. Y lo recalco: sería una ominosa pena. Existe una persistente voluntad de negación en el arte de establecer relaciones coherentes y verosímiles entre los autores y sus obras, con la vana idea de que al despolitizar se accede a cierta verdad de la pura estética. Falso.
Hay autores como Borges cuyas expresiones ideológicas carecían de identificación con su escritura. En algún punto sí se puede establecer un asidero entre lo que pensaba y admiraba Borges y lo que escribía. Lo que resultaría un poco difícil de aproximar es esta visión política, de admiración a la dictadura y a personajes más bien siniestros, con esos personajes de sus cuentos que están definidos por el hecho de recurrir a actos heroicos y que definen su destino en una sola acción, significativa, que marca su moralidad. Quiero decir que los personajes de Borges tenían una moral que poco tenía que ver con los hombres que su ideología política encumbraba.
Muchos podrían decir algo parecido de London, pero tendrían que hacer mucho revisionismo. London murió antes de que triunfara la revolución rusa, así que de alguna forma su idealismo no se vio contaminado con la llegada de un Stalin y otras criaturas de también dudosa moralidad.
Y aclaro que no busco como prioridad establecer una relación entre obra e ideología profesada, sino de forma más lisa y llana me refiero a la posibilidad de hablar de ello y no tener que castrar los múltiples mundos que pueden habitar en un autor con el solo fin de que encaje en un cierto modelo aséptico.
De lo que también se salvó Jack London, fue de presenciar el Realismo Socialista. Esa arte rupestre del siglo XX que pretendió enarbolar la verdad enunciada por encima de cualquier forma creativa. Este concepto de Realismo Socialista se puede transpolar a todo tipo de estado, grupo o ghetto que quiera refugiarse en una tribu, sea del tamaño que sea, para validar las obras como si la pertenencia fuera un criterio estético per se. De aquí mis temores.
Temí que La casa de los conejos pudiera ser parte de esa literatura tribal en la cual solo se puede escribir a favor o en contra de la tribu. Escribir a favor implica una parte importante de la aceptación y escribir en contra, gran parte del rechazo.
Laura Alcoba define su lugar y su moralidad sin conceder. Tiene las pautas claras y cuando indaga en el pasado, en el páramo de la infancia, abre la posibilidad de entender algo de la falibilidad humana. Algo que va más allá de nuestros propósitos y nuestros ideales. El quiénes somos de verdad cuando la realidad aprieta y hasta qué punto nuestras acciones nos justifican o nos denigran.
La casa de los conejos tiene en algún lugar muchos puntos de contacto con la película de Julie Gavras (la hija de Costa Gavras) La faute á Fidel (La culpa la tiene Fidel), donde una niña de unos nueve años con padres sesentayochistas en la Francia de los 70, se ve embarcada junto a ellos en todas las causas revolucionarias posibles, que en aquellos días florecían en cada esquina. El punto de contacto es la mirada de las niñas. Esas dos niñas (la del libro y la de la película) miran a sus padres desde su perspectivas de hijas anhelantes de vivir una infancia y de repente verse cargando el peso de tener que ser imperativamente adultas. Y no poder elegirlo, claro. El dramatismo está allí. En niños que tienen que crecer un poco (o mucho) por mandato, como forma de poder estar cerca de sus padres, y obviamente también de poder seguirles el paso cuando esos padres recurrentemente escapan.
Está claro que a esas miradas no se les puede aplicar un revisionismo que acuerde con la madurez que otorga el presente. Tanto Alcoba como Gavras intentan encontrar lo verdadero al tratar de entender lo que hacen esos dioses que son sus padres y otros mayores, amigos de sus padres, cuando están amparados por una visión del mundo tan poderosa como la que otorga el ansia de cambio, la revolución o el marxismo. Algo que para un adulto puede funcionar y que en términos racionalistas hasta puede beneficiar a un niño, pero que desde la estricta mirada de ese niño en su presente, verdadera hasta la médula y coherente con la edad que posee, no puede menos que aturdirle.
Si los vaivenes y las tragedias políticas son una carga desproporcionada ya para los adultos, para un chico no hay forma humana de calcularlo, por fuera de lo maduro, centrado, formado o valiente que sea. La tarea es demasiado grande para lo que su alma puede dar. Y esto no tiene nada que ver con la dimensión que pueda tener un alma, sino porque no existen formas para que un niño pueda racionalizar la tragedia sea política o no.
Racionalizar es una de las tantas formas que tenemos los adultos para negar la realidad. Ese mecanismo no está en las manos de un niño y sobre esa imposibilidad de valerse de una justificación cualquiera para abordar y soportar lo real, se construyen dos hermosas ficciones. Y creo que sus virtudes son poderosas tanto en la forma como en el contenido, pero también un poco más allá: en el procedimiento de cómo acceder a una historia y no tener que validarla por un mero acuerdo ideológico.
Es cierto que la mirada de un niño también puede operar como coartada. A un niño le podemos permitir decir cosas que a un adulto no le toleraríamos. La visión crítica dentro de un tipo de pensamiento, cualquiera que este sea, suele ser combatida. Si además ese pensamiento tiene mártires, es aún más difícil. Creo que el camino de la ficción más honesta (valga el oxímoron) está en no validar ningún punto de vista que no sea el del autor, y que no sea coherente con sus formas y sus medios de expresarlo. Puede haber muchos reproductores de historias y discursos, pero muy pocos son capaces de generarlos. No digo que aquí se haya descubierto la pólvora, pero está claro que a la hora de contar no se eligió el camino más fácil y ya eso vale.
Hay también un drama de la escritura que no es interno a la historia, sino que está contenido en el correlato de quien escribe frente al mundo que lo rodea. Escribimos en soledad y nos exponemos tanto a la aprobación como al desprecio. Prefiero, digo, la moralidad del que arriesga a un número, su número, a la de aquel que apuesta a color en la ruleta.
Antes de que sonara el despertador terminé de leer el libro de Laura Alcoba y me encontré con la sensación placentera de haber aprovechado mi insomnio de la mejor manera posible. En estos tiempos y a estas alturas, les aseguro que no es poco.

domingo, 8 de agosto de 2010

El capricho y la parodia


Hace unos días, buscando trailers sobre Inception, la última película de Christopher Nolan, encontré un trailer falso de "Titanic: The sequel". Ese trailer estaba construido con pedazos de distintas películas en las que participó Leonardo Di Caprio y en las que más o menos el rango de edad que tiene es parecido. Con ese trabajo se consigue un producto digno y respetable en el que se puede saber que hay una broma oculta, pero en el que los cortes están al servicio de crear una realidad alternativa: si hubiera existido una segunda parte de Titanic, el trailer se parecería bastante a ese trailer falso. Esto sucedería primero porque alguna vez sonó el rumor de que habría una segunda parte de la película de Cameron, pero sobre todo porque "Titanic: The sequel" contiene muchos de los clichés a que el cine hipercomercial de los últimos años nos tiene acostumbrados. Para que cualquiera pueda comprobarlo, incluí el link a YouTube.
Definamos entonces que si el cliché es una enfermedad endémica de una cuota muy importante del cine comercial (otra cuota no sufre de estas infecciones), y que con la ayuda de un trailer falso podemos ver la sintomatología del uso de estos clichés, la película de Nolan se convierte en un ejemplo de cómo una película mainstream con un director al que se supone prestigioso e innovador convierte una obra original en su propia parodia.
¿En qué se ve esto?
Primero, en Di Caprio. Cuando un actor a sus treinta y algo de años (fetiche para un director como Scorsese, pero que también ha sido elección especialísima de Sam Mendes, Steven Spielberg o James Cameron), ha desarrollado una selección de tics y los juega hasta volverse tremendamente previsible, resulta muy difícil separar al personaje del actor y de su propia caricatura. Eso está en Titanic: The sequel y en Inception. En una va en broma y en otra va en serio, pero el efecto es exactamente el mismo.
Después es la propia creación de Nolan la que trabaja hasta el infinito con el cliché, el propio y el ajeno. Quien vea la película reconocerá no sólo planos (que podrían ser una marca de autor) sino espacios y escenas, y forma de narrarlos que ya se han visto en Memento, Batman Begins o The dark knight. Copias de sí mismo. Y luego están ciertas copias de películas de James Bond, sobre todo en los fragmentos que transcurren en Mombassa o en un monte nevado (que a la vez vuelve a ser el espacio de formación de Batman begins).
Está claro que un estilo se construye a base de repeticiones formales y temáticas, pero el arte y lo que por definición hace a un autor ser un autor es que esas repeticiones no se lean como tales, sino como un conjunto, una obra.
Es cierto también que mucho cine desde hace por lo menos unos veinticinco años para aquí, tomó como una virtud la cita cinéfila. Un recurso muy utilizado pero que a día de hoy está manido y bastante agotado. Sobre todo porque se lo ha utilizado mucho de forma consciente y como cierto alarde de virtuosísmo. Es, creo yo, mucho más interesante cuando un director no nos quiere imponer sus referencias, sino que surgen por sí solas, como ha sucedido toda la vida con el arte que evoluciona de una persona a otra en circunstancias de olvido. Quizás Picasso copió a Cezanne un tiempo, y Pollock quiso emular a Picasso, pero luego esa forma se trocó en otra hasta el punto de crear algo totalmente nuevo.
En Nolan todavía se ve la superposición de motivos: el collage.
Un gran ausente, siempre, a la hora de nombrar las influencias de muchas películas, Inception incluida, es Philip K. Dick. Y aunque las realidades alternativas no son un patrimonio dickiano, es innegable que fue él quien elevó el uso de ese recurso a la categoría de arte. Y traerlo a colación es necesario porque él escribió un ensayo que se llamaba: "Cómo construir un universo que no se caiga a pedazos a los dos días". El solo título ya indica cuál es el problema y que no por inventarnos un cierto paisaje futurista, hemos creado realmente un mundo nuevo. Esa es la diferencia entre realidad y maqueta. La maqueta se desmorona porque por definición no vive ni respira ni transmite emoción alguna.
La frialdad de Inception surge ya desde la forma misma en que fue imaginada. Poderosamente visual y carente de vida. Los personajes todo el tiempo tienen que estar narrando y reajustando tanto las novedades como el mecanismo de cómo funciona (o debería funcionar) ese mundo onírico en el que se encuentran operando. Esto es un defecto de arranque. Si el mundo alternativo existe (no digo ya cuatro veces como se nos dice en la película), bastaría que solo hubiera uno cuyas reglas y funcionamiento fueran claras, y no necesitaríamos que nos repitieran no una, sino cien veces cómo hace para andar. Y así y todo, se cae.
Cuando el personaje de Ariadne pregunta: "¿Pero, en el sueño de quién vamos a estar?", expresa el desconcierto del personaje más identificado con el público y que igual que el público se va enterando en tiempo real de cómo son las cosas. Lo normal es que el público, por impulso propio, trate de adelantarse a los acontecimientos de cualquier historia y aquí eso es muy difícil. Y que sea difícil no es una virtud en ningún momento, porque más que referirnos a un guión de trama compleja (que por un lado sí lo es), nos referimos a un guión hermético al que es muy difícil entrar.
No sé si tienen la experiencia de ver gente que juega a las cartas a un juego que ustedes no conocen. Están viendo que todos se divierten y ustedes quieren aprender las reglas y las trampas. Todo. No quieren quedarse afuera. Alguien les tiene que enseñar. Pero aprender estos juegos suele ser un proceso aburrido porque por rápidos que seamos, necesitamos y estamos obligados a incorporar un sistema nuevo que nos permita a nosotros también divertirnos.
En el caso de Inception, nosotros necesitamos que transcurra la película entera para ver si recién en una segunda película con el mismo tema podemos ser como cualquier espectador que interactúa, quiere adivinar lo que pasa y se confunde con la historia, pero que participa.
Nolan es el maestro de este juego porque suyo es el guión, la dirección y la producción, por tanto, es el que ha creado las reglas y si queremos ser parte, tenemos que empezar por aceptarlas. Pero también suele pasar en los juegos de cartas que quien nos enseña hace dos cosas: a) si él pierde, acomoda las reglas para así volver a ganar; b) se inventa constantemente nuevas reglas porque los novatos, ignorantes, desconocemos el sistema y si queremos seguir adelante tenemos que aceptar que nosotros vamos a quedar abajo y los veteranos arriba.
Esa relación que espectadores y creadores tenemos con el cine, debería ser como el ajedrez. Hay reglas hiperbásicas y a él pueden jugar y disfrutarlo desde niños hasta grandes maestros. No excluye. El sistema de Nolan, es tan infinitamente complejo y difícil de penetrar que se vuelve excluyente y, por tanto, caprichoso.
Está afectado de toda la megalomanía que puede exhibir un director que pasa de promesa independiente a niño mimado. De la arriesgada Memento a esta maquinaria hiperexhaustiva y agotadora de Inception.
Valgan otros tres ejemplos de directores muy talentosos asediados por sus propios egos: Peter Jackson, M. Night Shyamalan y Tim Burton. Cada uno de ellos apuntó a algo innovador, a crear nuevos mundos y de un día para el otro la industria los puso en un pedestal y ellos se creyeron merecedores de ser estatuas vivientes, gurús, guías. En cada uno de ellos sobrevive ese impulso creativo, poderosísimo (amén de su talento como directores), que los encumbró, pero sus proyectos y su imaginería están más de acuerdo ahora con estándares de la producción industrial (medio vivos, medio muertos, todo parafernalia y colorido, y muy poco interesantes) que con lo que alguna vez fueron.
Quien vio The lovely bones, de Peter Jackson sabe de la excesiva caramelización del mundo de los muertos que nos presentó y cómo ésta puede llegar a límites insoportables en la película. Aún teniendo un muy buen punto de partida, tanto en la novela, como en la historia y hasta en la intención, él se pierde en un derroche visual que es el opuesto exacto de Heavenly creatures. Lo que en esta es la ventana a un mundo sombrío, en The lovely bones se convierte en la visita a un parque de atracciones.
De Shyamalan, después de Unbreakable, no hay casi nada que se pueda decir. Le siguen confiando megaproyectos que terminan siempre en lo insustancial.
El único que en sus irregularidades tiene algo más parecido a una obra es Tim Burton, pero siempre hay una vuelta de tuerca, alguna cosa, que lo derriba. Tiene un par de obras maravillosas como Ed Wood o Big Fish en las que aparece una pulsión adulta entendida como dejar las cosas bien hechas y bien atadas y de no sucumbir, una vez más, al capricho. Y el capricho es algo demasiado poderoso como para hacerlo jugar a tu propio favor. Porque te encanta y te arrastra. Creo que sólo gente como Bergman o Kurosawa podían hacer arte valiéndose además de sus caprichos y sus obsesiones. Alguna vez también Godard. Pero no cualquiera.
Y aunque una comparación futbolística parezca desajustada, la acometo: a los directores mimados la suerte los trata un poco como a Maradona, sólo que sus caídas no se leen de la misma manera. A Maradona, que se anima a decir cualquier cosa por absurda que parezca, se lo demoniza por casi todo. Por lo que dice, claro, tanto en su forma como en el fondo, pero sobre todo por la forma. El cómo lo dice. Ese cómo proviene ni más ni menos que de lo siguiente: seguir siendo un niño (cada vez más grande, ahora tiene cincuenta años), que se ganó el derecho a ser uno de los más grandes del mundo a fuerza de un talento arrollador; de cumplir con todo lo que se esperaba de él y más (la mayoría de las veces); y al que nadie pudo nunca igualar en autoridad y potencia tanto como para plantarse frente a él y cerrarle la boca. Digo esto porque cuando un Maradona, con cocaína de por medio o no, habla, impone su voluntad y su capricho porque tiene con qué hacerlo y eso en un campo de fútbol y alrededores es fuerza y es ley. ¿Se puede criticar a Maradona? Por supuesto. Pero hay que saber de dónde proviene ese desparpajo, esa actitud y esas formas: de ese niño de trece años que quería ganarlo todo y lo ganó todo. Y que también tuvo, por supuesto, la anuencia de una afición que lo mimó y le consintió a límites indecibles, hasta otorgarle prerrogativas casi divinas.
Estos otros niños grandes de los que hablamos, directores de cine, han recibido de manos de los dioses más reales que el mundo contemporáneo conoce (los productores de Hollywood) una carta blanca para hacer lo que quieran. O casi.
Primero fue Burton, después Jackson, después Shyamalan y ahora es Nolan. Todos fueron niños mimados en su momento y todos se quedaron atrapados en el fotograma fijo del día de su éxito, afectados de una adolescencia perenne de la que les resulta muy difícil escapar. Igual que Maradona todos pasan o tienen que pasar por la prueba definitiva de saber si pueden hacer algo con sus caprichos. Si son algo o son solo bocas, agua que se evapora.
No sé si se han fijado que muchos de los más famosos niños prodigios del cine difícilmente terminan siendo altos o no adquieren la prestancia de un adulto. Una corta lista: Mickey Rooney, Jackie Coogan, Michael J. Fox, Macauley Culkin, Daniel Radcliffe. Se quedan con la cara y el cuerpo del niño que fueron y que les hizo famosos. Una suerte de tiempo detenido, pero con efectos dispares y tristes consecuencias. La distancia que separa al deseo de un adolescente del de un viejo verde está en el paso de al menos unos cincuenta años. No en el contenido ni en el objeto del deseo, que podría ser el mismo y tan auténtico para un cuerpo como para el otro. Pero el cuerpo no es el mismo. Hay una distancia, una brecha temporal que ya no se puede salvar.
Este tránsito más o menos silencioso, es profundamente dramático para cualquier creador. O crece o persiste en el niño que fue. Pero no puede evitar que la podredumbre lo corroa por dentro como a cualquier mortal. Una versión de Peter Pan negra en la que el pago por detener el tiempo sea que el veneno ocupe el lugar de la sangre en tus venas.
La historia aquí es mejor juez que el presente y dirá quién y qué merece quedarse. El presente del cine que hoy vemos es tremendamente mentiroso porque toda la crítica está pagada y comprada. Desconozco críticos que tengan un auditorio que se precie y que se animen a derribar los ídolos de barro. Y cuando me refiero a ídolos de barro no es a estos directores en sí, sino a ciertas de sus películas que nos vienen ofrecidas para que las adoremos. Depende de cada uno de nosotros que esto sea así o no. Hoy la crítica nos pide veneración para Inception. No la merece, para nada. Es humo de hoy al que mañana se lo habrá tragado el aire. Y gracias que existe el aire.
Un amigo con el que vimos ayer la película dijo que él en dos semanas podrá dar un veredicto sobre lo que vio. Yo, lo que le dije, es que no deje de contármelo, y si yo cambié de punto de vista y le digo que Inception me gusta, que dude seriamente de lo que pasa porque quizás esté metido en un sueño, dentro de un sueño, dentro de otro sueño.