viernes, 18 de noviembre de 2011

El fin del mundo

¿Qué hace de una película algo especial? ¿El tema que trata? ¿La factura? ¿La mano del autor? ¿La historia que cuenta? Yo sé que a mí como espectador me importan las historias.
Muchas veces en el cine se discute el rol de la historia. Hay quien lo hace abiertamente y quien lo hace a manera de tesis. La tesis que se trata de demostrar es que la historia no es importante en muchos casos y que sólo el transcurso en el tiempo de imágenes sobre el soporte fílmico ya es una narración per se. Es un discurso en el tiempo que no necesita de anécdota para validarse.
Durante varias décadas (y aún hoy) el concepto de autor fue muy importante. Es otra narración y otro discurso. Lo que cuentan las películas de ese autor son sólo eslabones en una cadena más grande que es el nombre de quien las cuenta. No tengo nada en contra de esto. Creo que han habido autores con mundos propios y que esos mundos dialogaron intensamente con su creador. Se presupone que ese diálogo intenso es, además, dramático. Esto es que la obra se rebela contra el autor, aún cuando es portadora legítima de sus ideas y pasiones, y le imprime cierto aire de Sísifo, que arrastra en ascenso una pesada carga, llega al tope, la carga vuelve a caer y el ciclo recomienza.
Bergman fue uno de los autores densos por antonomasia. Kurosawa y Antonioni, otros. Pero también los hay como Eastwood que tienen una relación muy relajada con su obra. Que es variada, de contenido diverso, nada obsesiva con sus temas y sin embargo lleva su marca a todas partes. Woody Allen, en su caso ha trabajado consistentemente para que su producción se lea como una obra. Durante un tiempo pensó que el peso del tema, su fuerza de gravedad, eran los que le darían dimensión: su etapa bergmaniana, con su mismo director de fotografía y todo. Luego se reconstruyó retomando el camino de la comedia, dramática o no, y la adhesión a los clásicos traducidos, a la revisión del cine y así. Dentro de sus historias está siempre el rastro de sus neurosis, del rol del azar y del sexo en la vida del hombre cosmopolitano y con eso logró armar su paquete.
Polanski por su parte ha tenido tensiones con el mundo de los hombres y de una forma o de otra esa tonalidad que es su persona en conflicto constante ha marcado su trabajo.
Ninguno ha tenido una línea recta, por supuesto. Todos, de mayor o menor manera, fueron consiguiendo que su producción fuera pacificándose con el universo al paso de los años.
Creo que si uno elige concentrarse momentáneamente en la línea de los autores cinematográficos y olvidar otros elementos del cine como el tema, la narración o la factura; si solo existiera un cine de autor para mirar, habría que hacerse muchas preguntas sobre quién es cada uno de los que dirigen y cuál es su aportación.
Con esto me refiero a que el mundo de los autores oscila entre la verdad y la impostura. No es uno u otro, es una confluencia, pero está claro que en algunos pesa más lo honesto que en otros.
Todo este pensamiento previo es para abordar a Lars Von Trier, que no dudo que sea un autor, que no dudo de su pericia como director, que no dudo de su intuición temática, pero sí me permito dudar del valor de su obra.
Hace unos quince años el director polaco Krystof Kieslowski se había convertido en el director de moda de mediados de los 90. Su trilogía de los colores, que eran los de la bandera francesa, se convirtió en ese momento en objeto de culto. Quizás el futuro le hubiera deparado cambios y sorpresas, pero la muerte se le adelantó y su obra quedó concentrada en la Trilogía, en La doble vida de Verónica y en el Decálogo. Estas últimas fueron piezas para la televisión y a día de hoy si se mira o resulta más interesante mirar a Kieslowski es por su Decálogo polaco que por su producción francesa. Quizás La doble vida de Verónica fuera realmente un punto de transición entre la obra anterior y la nueva, pero al volver a verla me dio la sensación que el fuerte aliento que tenía en su período polaco, se diluía en el contacto con Francia.
Creo que hubo con él un intento claro de rescate de un autor de detrás de la cortina de hierro para que se proyectara a Occidente. Y sobre todo en un Occidente europeo y liberal era necesario que más autores fueran llenando la pantalla. Me queda ese recuerdo muy fuerte porque lo que se hablaba en 1995, en tiempo presente, eran instancias alrededor de un autor en particular que parecía iba a definir cuanto menos los próximos años de producción cinematográfica preferencial por no decir culta. La muerte interrumpió un proceso que trascendía a Kieslowski como autor en sí, y desnudaba la necesidad de un sector de la industria del cine de construir figuras hacia las cuales dirigir la atención. Y remarco esto porque tras su muerte podría haber habido una proyección y multiplicación de la influencia de su material, sin embargo eso se truncó. A lo cual, a una década y media de todo aquello, hace legítima la pregunta de ¿fue tan importante y tan consistente el paso de Kieslowski por la cumbre de la admiración como se nos quiso contar en su momento? ¿O vivíamos algo que era más impostura que verdad?
Y digo esto porque me gusta el Kieslowski del Decálogo, pero no dejo de notar que su período francés me resultó tan insustancial como esnob.
Lo insustancial de una obra me parece difícil de demostrar, más cuando las obras están en sus picos de atención. Es cierto que hay ciertos paradigmas sobre el cine y las operaciones que rodean los estrenos que se convierten en clichés de una generación para la otra, pero no por eso dejan de existir los esfuerzos de crear y hacernos creer que hay obras donde no las hay.
Se puede seguir el rastro de las películas que aspiran a ocupar el sitial culto del mes o del trimestre, cómo vienen precedidas de operaciones de prensa y cómo después su insustancialidad queda al desnudo. A punto de estrenarse El árbol de la vida de Terrence Malick, se nos intentó decir, más allá de la temática, que Malick no era un autor como los demás, que era especial, que además era filósofo, etc., etc. La película se evaporó apenas estrenada. No tenía de dónde sostener ese punto pretencioso que la prensa buscaba darle.
Con Lars Von Trier me parece que pasa mucho de esto, y creo que Melancholia es una película en la que paradójicamente en lugar de crecer, se hunde más. Lars Von Trier, y no de ahora, juega con la provocación. Su episodio en Cannes ensalzando a los nazis, innecesariamente, que se sugiriera su expulsión del festival y luego su arrepentimiento, me parece parte de una puesta en escena que representa lo que él es. No conozco persona en este mundo que habitamos y menos en el mundo de la cultura que no sepa cuáles son los temas tabú. Y quien se proponga abordarlos debe saber realmente qué quiere decir sobre ellos. Nadie dice gratuitamente algo positivo sobre el nazismo si no espera que se produzca una reacción. A eso llamo provocación. A jugar el juego de tocar temas polémicos sin tener de verdad ni el cuerpo ni la intención de decir algo sincero, si es que realmente quiere fijar un punto sobre algo.
Me acuerdo también cómo en la película Cinco obstáculos, hizo que un antiguo profesor suyo y director rehiciera un corto del año 1968, y el episodio que no puedo olvidar es que él produjo una escena de una gran comida de gala en medio de una villa de África castigada por el hambre. La aparente paradoja tenía la forma de un chiste y un chiste así es sólo patrimonio de alguien que hace del cinismo una práctica de vida. Creo que la oposición (aparente) entre cinismo e hipocresía entendida como un juego, no arroja nada de valor para considerar. Esta oposición está manejada en cada una de sus películas donde frente a la hipocresía del mundo, la actitud cínica opera como la alternativa de reparación. No es que diga que es la única posible, pero no se ven otras alternativas.
En Melancholia, película de tesis si las hay, está presente el mundo hipócrita de los demás y la verdad desnuda de una chica depresiva que no puede seguir adelante con todo lo que se espera de ella. La primera parte de la película que es la boda de este personaje, Justine (Kirsten Dunst), es el desfile de ella ante todas las variantes de la impostura. La segunda parte, que aborda a su hermana Claire (Charlotte Gainsbourg), es el universo de una persona que no registra cuan infectada está de hipocresía hasta que se enfrenta con que el mundo se va a acabar y va a morir, y nada de lo que conoce seguirá existiendo. Ante la destrucción del mundo Justine se relaja y Claire pierde todo su antiguo equilibrio, aunque no la cordura, y esa actitud de insoportable negación no la abandona aún en el momento en que todo se acaba.
Entiendo que es en este sentido que Lars Von Trier se refrenda como autor cuando en cada una de sus películas enfrenta a sus personajes a los mismos dilemas. Punto anotado. En todas, las resoluciones son crueles y la mirada sobre los personajes es cruel, nunca compasiva. Es una mirada que aún difuminando el juicio, juzga a todos. En ese sentido es que también la idea de Juicio Final efectivo sobre la humanidad cae sobre todos a través de un planeta que se llama Melancholia. Su forma de narrar esta historia (hay poca historia en realidad y es casi más una obra de teatro que una película), está basada en su manejo del oficio de filmar. La imagen es la que nos permite digerir un desarrollo esquemático donde cada personaje es una idea.
Le reconozco a Lars Von Trier esa capacidad de convertir ideas en personajes y que no parezcan burdamente lo que son en origen, pero no dejan de ser ideas. El fin del mundo es una prerrogativa absoluta del autor que inventa el curso altamente improbable de un planeta de esquivar todo menos la Tierra. Está claro que el cine permite inventar todo, pero entiendo que lo importante en el arte está más en lo que una obra proyecta que en la declaración que quiere realizar. En ese sentido las películas de tesis son un género que me resulta muy cuestionable y no polémico. Creo que la polémica en una obra tiene que surgir no de la intención abierta sino de sus implicaciones. Y además tampoco me parece interesante si en una película en particular, específicamente esta, el autor me propone como verdad su diagnóstico de que la humanidad no vale nada y que es mejor que desaparezca de la faz del universo. Texto que surge de la boca de Justine. Con esta película Lars Von Trier vuelve a decir que desprecia la humanidad y si alguien de verdad desprecia la humanidad en este mundo, desprecia al público. O sólo consideraría público a aquellos que como él consideran que la humanidad estaría mejor si fuera exterminada y si este planeta fuera un páramo. No puedo imaginar que un punto de vista así sea compatible con hacer cine si le parece que las personas no merecen piedad. O en todo caso lo que sucede es que eso es mentira. Porque si alguien cree de verdad eso se debería dedicar o a ser pastor de una nueva iglesia o a tratar de conseguir ojivas nucleares para terminar con el mundo. Y si no es verdad, y es una gran impostura, y es una insustancialidad más y es algo falso vestido de profundo, entonces nos estaríamos quedando con la superficialidad de las cosas.
Superficialidad es la factura y el nombre en lugar de lo que de verdad se está contando. Si fuera un político, y su discurso tiene implicancias políticas, sería un ejemplo del que dice una cosa y hace otra. El cínico y el hipócrita en el mismo cuerpo. Quien no cree en las personas, en el público, o en el cine (porque quien no cree en el público no puede creer en el cine), debería dejarlo y dedicarse a las cosas en las que se supone que cree. No porque no tenga talento, sino porque lo que monta es un discurso falso y en esta sociedad que vivimos eso no es algo que se eche en falta. Y que de una vez por todas se ponga a destruir el mundo, si es lo que quiere. Ganaría tiempo en sus cosas. No en las mías, por supuesto. Pero creo que así lo vería más sincero.


miércoles, 2 de noviembre de 2011

Pina en 3D (y nos falta la que baila)

Imagino a Pina Bausch con muy pocos años en el interior de un cine viendo una película de Chaplin, descifrando y, a su vez, ella también imaginando. No creo que estuviera proyectando su futuro, pero quizás algo del futuro se proyectara dentro de ella.
Si uno va a ver danza en el teatro o en cualquier otro espacio inmediato, la distancia trabaja también como un elemento. En el cine manda la cercanía y el detalle, y en una película en 3D, un poco más. El 3D no se diseñó pensando en los adultos. Wim Wenders filmó este documental sobre Pina Bausch pensando en todo el mundo (geográficamente hablando, también), pero ante todo en los adultos. Hizo del artificio algo a favor y eso es un mérito de él, más que de James Cameron.
Conozco tanto de danza como de ópera. Poco y salteado. Hay gente que se dedica con mucha más aplicación y sistema a disfrutar de ciertas disciplinas menos difundidas. Eso no me impide poder sentarme a ver espectáculos "menos frecuentes" y dejarme entrar en ellos como si fuera cosa de todos los días. Anunciando esto, todas las faltas de tacto o la sencilla ignorancia en las que pueda caer se deben a que he elegido observar más otras cosas y estas se me resintieron un poco. Nada más.
Empiezo por el final. Después de ver la película me sentí físicamente comprometido. La sensación no fue sólo la de ser espectador de un documental, sino que mi cuerpo también formó parte de cada escena, de los distintos movimientos.


Como me dijo una amiga, en la danza de Pina Bausch no está en un primer plano una cierta disciplina acrobática más propia de la danza clásica e inclusive de gran parte de la danza moderna que es un poco como la clásica reciclada. El trabajo físico de los bailarines es profundo y exigido al máximo, pero la forma de encarar la obra une una parte emotiva, expresiva, muy fuerte y otra plástica en el sentido pictórico de la palabra. Cuadros. Pensé mucho en pintores de líneas fuertes, como Kandinsky o Malevich. Casi por obviedad, no hay línea de desplazamiento en las coreografías de Pina que no sean excesivamente dinámicas. Trabajos sobre la velocidad, la gravedad, el equilibrio.
La forma en que compone es coreográfica, pero es ante todo plástica. A veces son las imágenes en sí, otras son las formas en que se arman esas imágenes. El trabajo de grupo, de cámara o individual son, además de un efecto, una fuerza determinada. El movimiento de diez personas como si orgánicamente fueran una, la relación de una con un grupo y las maravillas íntimas del uno a uno. Podría estar todo el rato enumerando formulaciones y todas no abarcarían la experiencia que implica ver y sentirse parte de esa danza.


Las artes del cuerpo son en esencia efímeras, porque no se puede codificar la experiencia o las marcas más que por la memoria y el contacto humano. Puede la cámara captarlo pero en algún momento se irá alienando. Es un arte inasible y sus parámetros son tan ajenos del ordenado mundo racional y textual que solemos habitar, que parece ser algo de otro planeta. Esta sensación es porque en nuestro planeta lo importante es la información y la capacidad de clasificarla y archivarla que tengamos. La experiencia dura lo que dura el que inspira y en este caso es Pina. La gran ausente y omnipresente de la película. Esta organicidad que ella favoreció en su trabajo es esencia en su compañía. Está presente en sus bailarines. La pregunta es cuánto tiempo ese impulso humano puede mantenerse. Y como tantas cosas podría trocarse en algo nuevo o simplemente apagarse. De eso se trata el drama de una danza tan personal y quizás de toda la danza, pero donde la marca de origen es tan clara, siempre hay peligro de desaparición. Puede salpicar y reproducirse, pero nadie sabe cuánto tiempo puede durar en el aire.


Entiendo que una de las luchas mas dramáticas del cine es su lucha contra el paso de la luz, que es en definitiva una lucha contra el tiempo. Si hay un episodio que se pudiera narrar, una luz comienza a ganar brillo, intensidad, apogeo y luego entrará en una decadencia hasta que se apague. La vida y la memoria se rigen por ciclos y parámetros parecidos.
Un trabajo sobre la danza es también una operación sobre lo que va a extinguirse. Creo que el primer trabajo consciente de Wim Wenders consistió en capturar un estado que todavía es de gracia y que aun registra maternidad con la mano que lo creó.
Hay un momento en que las imágenes dejan de transmitir experiencia y emociones para empezar sólo a transmitir mas información que se pueda codificar y archivar. La cercanía es un elemento importante en todo lo vital. No es que no se pueda apreciar la belleza de Billie Holiday cantando, pero los medios de captura de esa voz y cierta coloración del sonido que cambia con las décadas, nos coloca en un lugar más distante de esa emoción primaria y autentica que estaba en quien la veía.
No sabemos nada de Isadora Duncan, o Nijinsky, o Diaghilev. Hemos leído sobre ellos, tenemos estudios, reseñas, con suerte algún metraje superviviente. Pero Pina Bausch es nuestra contemporánea aún, aunque ya no esté y ahí está el cine para documentarla de una manera especial, indagando hasta que punto la cercanía y la inmediatez pueden ser atrapadas y ser convertidas a su vez en experiencia.
Viendo hace un tiempo una película de Léos Carax, Mauvais sang, de 1986, había una escena que me emocionó y es el personaje principal corriendo solo dos o tres calles en la noche, haciendo piruetas con un dominio del cuerpo maravilloso a sus veinticinco años.


En esa película estaba una Juliette Binoche de 21 y pensé en el sentido único de la oportunidad que te lleva o te permite filmar un cuerpo en un estado de gracia. Esa oportunidad no se va a repetir. Ese hombre con cincuenta no transporta la misma luz interior que antes. Y no digo que la actual sea peor. Sólo digo que la luz consigue tonos e intensidades únicas que como la luz de un día, desfilan durante un cierto tiempo y después nos abandonan. El cine se debate entre poder capturarlos o no.
Los cuerpos de los bailarines de Pina hablan de esta realidad que es al mismo tiempo una maravilla. Ese cambio de la luz interior de los actores que es de intensidad, de expresión y de vida, les convierte en tonos de una paleta. No se juega igual con ellos a los veinte que a los cincuenta y no sólo por lo que el cuerpo pueda limitarse, sino porque la luz es y va a ser distinta. Aún así todavía podemos ser testigos de un tiempo intenso, de imágenes y gestos concentrados. Podemos ser testigos de como alguien ausente se proyecta sobre los que están vivos y como gran parte de esa luz perdura. Hoy transmiten un presente vibrante y es probable que el impulso Pina se vaya yendo hacia otras inspiraciones, hacia otras formalidades. La memoria irá operando sobre ellos otro trabajo menos vivencial y mas arqueológico.
Pienso en Gene Kelly y Bailando bajo la lluvia. Perdura, contagia, pero su carácter de momento único está por delante de todo. Fred Astaire, Chaplin, con los cuerpos vivos en sus estados de suma energía, en transformación constante. Ellos quedan como testimonio (y eso es por supuesto gracias al cine).

Un momento chaplinesco asoma en la película y yo creo que es más que un homenaje. Es una declaración de amor a lo cinético. Es la recuperación de la memoria sobre la tela de la carne. Son la emoción y el tiempo que nos acompañan y casi sin darnos cuenta nos van dejando atrás. El llamado de Pina Bausch para que la gente no deje de bailar porque si no estamos perdidos es el llamado a que el movimiento continúe. Esa conciencia absoluta de que el movimiento de uno es limitado si no se contagia, si no se reproduce, si no se multiplica. Y si esto no pasa, tendría mucha razón ella y de verdad estaríamos perdidos.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Las pieles de los otros

Uno de los esfuerzos más vanos, si hablamos de cultura, o más particularmente de cine, es tratar de obtener algún grado de verdad sobre lo que uno ve. Sobre todo porque el gusto, la etapa más intuitiva de cualquier apreciación crítica, puede arrasar con la mejor argumentación.
Yo creo que todos los artefactos culturales son representativos del tiempo y el lugar en que se hacen, y después entra a tallar el consenso. Hay artefactos que tienen más seguidores que otros. El por qué, es más difícil de delimitar. Al igual que los porqués de un rechazo.
De los autores que dejan su huella en el cine, Almodóvar es uno de los más curiosos. A nivel mundial se le admira, públicamente, por su estilo y la marca de ese estilo es el exceso. No hay película de Almodóvar, ni siquiera la más aséptica, que no esté poseída por el exceso y el recurso de lo inverosímil. Desde que empezó a rodar, filmando películas cercanas al espíritu de un John Waters, hasta el presente, Almodóvar ha cambiado mucho en lo estético y se ha vuelto más contenido, pero jamás abandonó el exceso.
Para narrar La piel que habito eligió el estilo de un melodrama radical absoluto. No es sólo la marca de la venganza, tan cara a las telenovelas, sino la génesis del crimen que arranca desde una sirvienta que tiene dos hijos con padres distintos y cómo ese "pecado original" trastoca la vida de todos.
En el melodrama el crimen y la culpa se transmiten por sangre, generación tras generación. Si la prehistoria de estos personajes está en lo que pudo haber sido el argumento de algún culebrón de 200 capítulos, la "historia" cuenta las consecuencias de lo que pasó. Y todo se vuelve a la vez más excesivo y más enrevesado.
Cuando Mikhail Bajtin explicaba la influencia de lo carnavalesco en el Renacimiento (arrancando de la Edad Media), donde la ceremonia era una representación grotesca del calvario de Cristo, hablaba de la diferencia de géneros. De la misma manera impacta el melodrama en relación con el drama y la tragedia que viene de los griegos. El melo propone una relectura de esas relaciones y las narra como mofa sin que esa mofa se traslade necesariamente ni al tono ni al estilo. Hay por supuesto melodramas en los que la mofa y lo disparatado están en un primer plano; pero en su integración social y siendo afectados por la censura social que los saca del terreno estrictamente popular para llevarlo al terreno colectivo, estos efectos se atenúan. Digamos que el efecto del melodrama cuanto más difusión pública alcanza, tiene menos burla y menos juicio sobre sus personajes.
Recalco el tema de la difusión que define el acceso a la obra, porque aún cuando el melodrama podía ser más popular y radical no alcanzaba una difusión tan masiva como la que consiguió a partir de -cuanto menos- el siglo XX. La difusión masiva imprime un tono distinto en lo popular, que tiene mucho que ver con los medios de control social sobre la obra. Esta relación por demás compleja es muy importante para entender que el estilo de este género no está definido sólo por sus propias reglas internas sino en gran parte por su relación con el público.
Almodóvar era técnicamente un salvaje en sus primeras obras hasta llegar a Matador que le imprimió un vuelco grande a sus películas. Luego vino Mujeres al borde... y ya dejó de ser el autor de culto para convertirse en autor. Dejó de ser el protagonista de una ceremonia secreta, para formar parte del mundo público y ser mirado de igual a igual no sólo en casa sino sobre todo fuera de casa, con venia de Hollywood incluida.
Desde Mujeres... hasta el presente hay un trabajo en el cine de Almodóvar para participar de los diversos niveles que le impone su propia obra: la aceptación internacional, de crítica, público y festivales; la influencia nacional, sobre una industria del cine para la que siempre actúa como un exiliado en propia tierra que como Napoleón es confinado a Elba, se escapa, restaura su prestigio y vuelve a ser expulsado; y una intención deliberada por ser respetado también por un alto nivel estético. Esta paradoja de ser el más admirado (y mirado), a un tiempo que temido porque su cine no se rige por los mismos parámetros que la mayoría de la industria, le define ante todas las cosas. El cine español tiene una deriva propia que no se puede asimilar a la deriva de Almodóvar. Hubo un tiempo en que la industria intentó capitalizar ciertos efectos de estilo, argumento y tono que marcaba Almodóvar. Muchos de los directores españoles fueron Salieris que copiaron como mejor pudieron su obra hasta que el diálogo autor(es)/mercado(s) se agotó y hubo que buscar otros rumbos. Pero Almodóvar no tenía que readecuarse a esos vaivenes que afectaban a los demás. Él podía seguir investigando en su propia línea sin tener que mirar a otros; sólo a sí mismo.
Hay otra paradoja con Almodóvar. Como autor es a un tiempo representativo de su tierra (al menos así se lo lee internacionalmente) y en otro aspecto, es atípico. Cada vez que Almodóvar va a sacar una nueva película el sistema de difusión y promoción se rinde ante él porque sabe que es un artículo de mercado genuino, sin tachas, que se puede vender en todos los puertos (aún el propio) sin que la crítica lo impacte. En ese sentido, Almodóvar está más allá de la crítica. Con Woody Allen pasa algo similar. Sus películas son esperadas, se quiere saber qué tiene de nuevo para contar. Esa relación entre Almodóvar y el público en España es tan privilegiada, que es imposible distanciarse de su influencia. Nadie piensa que aún si mete la pata en grande, como muchos han dicho con Los abrazos rotos, le vaya a afectar en lo más mínimo.
Dicho todo esto, el tema con La piel que habito ha tenido una doble lectura: una que desprecia a la película de plano, como si fuera una confirmación de un curso abierto con Los abrazos rotos, o quizás arrancado desde La mala educación; y otra que le encanta.
El exceso de Almodóvar es a día de hoy más ideológico que formal, pero no deja de ser un exceso y "su" exceso en particular. Sus devociones por el melodrama, por Hitchcock, por el universo trans, por lo mestizo, están presentes. Ese futuro alternativo del 2012 al que recurre no anuncia un mundo que cambiará en un año, sino un mundo paralelo que empezó a transformarse mucho antes, que pertenece en un todo a la ficción y que rechaza cualquier diálogo con el presente.
Este punto es uno de los puntos más crudos del choque entre Almodóvar y el resto de los creadores. Todos en mayor o menor medida se han ido haciendo eco de debates y modas sociales y han tratado de decir dos cosas: que el diálogo cercano con la "realidad" es importante, y que el cine debería de tener una actitud de mayor compromiso temático y argumental con esa realidad. Un cine social en un sentido vago, muy afectado por los discursos públicos, donde temas como el maltrato de género, la inmigración o la memoria necesitan ser nombrados y legitimados.
Almodóvar no trabaja buscando estos compromisos. No renuncia a que sus películas sean sensitivas frente al mundo que las rodea, pero no busca la traducción intencionada de estos tópicos. Marco esto porque una gran parte del rechazo crítico a su obra está basada en discutirle a Almodóvar esa apuesta negadora de lo real, fuera de la historia pública y de los temas de discusión recomendada.
Frente a las opciones de desprecio aparece una reacción de otro sector del público y crítica que habla de un antes y un después de La piel... No hay nada extraordinario en esta última película que haga que sea temáticamente extraña a Kika, a la propuesta de adaptación de obra como en Carne trémula, o al concepto del secuestrador (con el mismo Banderas, sólo que mucho más maduro) como en Átame. Tampoco creo que la combinación de todos estos elementos hagan un Almodóvar nuevo. Creo que lo que sí está presente en La piel... y mucho en sus últimas películas es una intención más deliberada de Almodóvar de no ya remarcar que puede ser un autor, sino que también tiene una aportación estética para dejar como huella suya en el cine. En Los abrazos rotos hay varios momentos en los que esta intención estética se coloca en un primer plano tomando algo de distancia con la historia, y en La piel que habito se integra más con el fondo de lo que narra.
Lejos del horror de unos y las alabanzas de otros, esta última película tiene mucho de sus obras anteriores. Tiene puntos flacos pero no afectan el conjunto ni la intención de conjunto. Creo que funciona y funciona muy bien.
Siempre me parecerá interesante estudiar las paradojas de alguien como él que es a la vez una denominación de origen (consensuada y buscada), y una amenaza a cierta mirada de la ficción que quiere bucear en los temas públicos sus motivos para conseguir adeptos y a la vez vender entradas. Y no es que Almodóvar no haga nada por gustar, no quiera público, o que esto no le importe, pero tiene muy claro que su carisma está por encima de las modas, muy por encima, y que él es capaz de abrir el debate en la audiencia de la forma más genuina y aún así soportar los embates que le vengan en contra. Esto es, por supuesto, extracinematográfico, pero hace al espectáculo. La obra no es sólo el momento, hay también un antes y un después, y Almodóvar se ocupa muy bien de trabajar en las tres partes.

lunes, 11 de julio de 2011

Virales

La guerra de los mundos, sigue en pie. Desde que Orson Welles adaptó la novela y la transmitió por radio en 1938, muchos quisieron reproducir este fenómeno. En aquel entonces fue un episodio algo trágico ya que alguna gente se mató al creer que los alienígenas estaban invadiendo la Tierra. Nadie, al menos públicamente, se animó a repetir una situación parecida. La idea era buena, pero los efectos, no tanto. ¿Habría alguna posibilidad de aprender algo de esa transmisión radial y reeditarla sin daños colaterales? La hipótesis quedó secretamente planteada.
Desde que Internet es Internet, hubo un resurgimiento de lo que siempre se conocieron como cadenas. Un mensaje de suerte o la amenaza de una maldición si no se pasa el texto de mano en mano. Así personas desaparecidas que no existen, leyendas urbanas, noticias que nunca se publicaron, y miles y miles de otras fabricaciones inundaron la red. Uno de los pocos fenómenos que admite una clara nota al pie: "La inocencia humana es inagotable".
Esta forma de multiplicación de un mensaje fue refundada gracias al ingenio de los gurús de la comunicación que la dieron en denominar "Viral", por su forma de expansión. Se le quitó su aura negativa y se la neutralizó como acto comunicacional. Y la viralidad no está sólo relacionada con su capacidad de crecimiento, sino también con su velocidad de llegada. En muy poco tiempo un video viral puede alcanzar cientos de miles, y hasta millones de espectadores.
Hay videos virales de todos los tipos y con contenidos diversos, pero todos tienen en común que algo, un elemento, conecta con la fibra sensible de miles de personas. Muchos tienden a pensar que esos videos boom que se encuentran en Youtube son obra del azar. Algunos lo son. La gran mayoría son creados por gente consciente del efecto que quiere producir y hasta dónde quiere llegar. Y aunque muchos se agotan en la broma misma, otros tienen objetivos más a largo plazo.
Actualmente circula un video en Argentina sobre un hombre cincuentón que ve cómo el equipo de sus amores se va a la B, desciende de categoría. El hombre grita, interpreta, se enoja, sufre. Ese video es tomado por la gran mayoría como verdadero, se cree que es de un hombre real que tiene un sufrimiento auténtico. Los que lo ven respetan ese sufrimiento, pero se ríen de él, de la misma manera que le podría pasar a una persona que se cae torpemente en la calle. Todos se conduelen pero no pueden evitar reírse. El chiste, como tal, funciona.
¿Por qué es falso? O, mejor, ¿por qué es falso cuando tranquilamente podría ser real? Hay pequeños elementos que van desde la posición de la cámara hasta la forma en la que el hombre reacciona. Él actúa y todos a su alrededor actúan. Una situación improvisada que puede ser trabajada desde los cortes aplicados al material, ya que repetir un partido grabado por TV y "representar" el momento, no cuesta tanto. Y cuesta menos si se ha pensado con antelación la creación de esta puesta en escena. El punto es que funciona. El sitio donde se representa, funciona. La verbalidad exacerbada del protagonista del video, funciona. Pero de tan constante y precisa, es falsa. Lo mismo que las intervenciones de sus "hijos". Hablan interpretando.
El otro antecedente que vi también es de Argentina. El vídeo sobre el hombre que se cae de la moto y es llevado a un hospital donde todo el tiempo pregunta por su hija: "¿Y Candela?". A día de hoy la mayoría de la gente cree que es real, pero tampoco lo es. Las tres personas que van a la guardia por el accidente son actores, los médicos, no.
Ese video se convirtió en viral por la situación delirante en la que pasaba todo. Pero igual que en el video del hincha de River hay un fallo, grande. En los dos casos el protagonista acepta la presencia de la cámara como si la cámara no estuviera. Demasiado conveniente. En el caso Candela, un tipo que se está reponiendo de una caída en una moto, cuestiona todos los elementos que le rodean menos al camarógrafo. Todo lo altera, menos la cámara y nunca emprende contra ella. Eso, en un tipo que no está muy en sus cabales no es verosímil. En la vida real cualquiera reacciona si le ponen una cámara delante, un herido, también.
En el caso River, los "hijos" ponen la cámara y el hincha se desgañita, se humilla, y en ningún momento acusa la presencia del aparato que no está para nada oculto. Trabaja para él. Igual que todos. Todos actúan "como si". Como si la cámara no interviniera, pero eso sólo pasa con profesionales o semiprofesionales. La gente común, de verdad, acusa esa presencia. Por eso el primer elemento de prueba de que no es real, es la relación que los personajes establecen con la cámara. Se comprometen y se comprometen con el punto de vista de un observador potencial.
Mucha gente no va a aceptar que esto es así, ya que a nadie le gusta ser engañado, y mucho menos nos gusta reconocer que hemos sido engañados. A todos nos toca. Todos tenemos este punto inocente que permite que estas fabricaciones sigan produciéndose. Es parte del chiste.
Esta combinación de La guerra de los mundos y el fenómeno viral no son nuevos, pero se remodelan todo el tiempo. La cámara oculta siempre trabajó este concepto y durante los años de oro de Videomatch se experimentó a más no poder con estas situaciones de embolsar a un incauto en la calle con bromas muy aceitadas. Agotado este formato se practican otros.
El mundo publicitario es el que más apela a estas salidas, casi siempre asociadas a campañas. El propio caso Candela se coronó con una publicidad de Telefónica. La lectura en general fue: "Los tipos eran tan auténticos y tan originales que al final los llamaron para una publicidad". El laboratorio de la comunicación es mucho más complejo. Quienes lo conciben miran a corto, mediano y largo plazo. Ensayan todo el tiempo. Prueban alternativas. Fallan. Vuelven a intentar con otra cosa. Y cuando la pegan abren un camino.
La película que terminó siendo The Blair Witch project empezó experimentando con la viralidad de la red. Eso hizo que la iconografía y la propuesta del film estuviera bastante instalado en el público mucho antes de que la película apareciera en los cines.
Pero de todos estos ejemplos de viralidad que uno habla, son los que en cualquier caso resultan evidentes. La gran mayoría nos pasan desapercibidos a todos. Somos territorio de prueba. Un test de efectos como los que compendiaba MacLuhan, sólo que enhebrados de una manera extremadamente sutil. Mensajes comerciales, políticos, religiosos, por los que compramos casas, coches, guerras, presidentes, candidatos.
El trabajo de la viralidad es siempre una estrategia del consenso y el consenso busca la homogeneidad de los puntos de vista. El problema es cuando la búsqueda de ese consenso se arma en la sombra. El presente y la historia están jalonados por esto.
Me parece super lícito divertirse con episodios como los del "hincha" de River o los "padres" de Candela. Pero me parece que la búsqueda de complicidad y consenso que quieren estos productos, tiene que culminar con saber que son falsos. Hay engaños y engaños. Algunos causan daño, otros ninguno. Todo vale, es cierto. Y si se trata de divertirse, más. Pero más tarde o más temprano todos nos merecemos saber la verdad.

sábado, 14 de mayo de 2011

A propósito de la muerte de Carlos Trillo

Soy un nostálgico moderado. Quizás por eso la muerte de Trillo tomó unos días más en hacerme algún efecto. Este por ejemplo.
A Trillo lo conocí antes de las historietas. Lo leí por primera vez en 1973, en Satiricón. Escribía en dupla con Alejandro Dolina, que se combinaba con otras duplas que eran Guinzburg y Abrevaya, Mactas y Ulanovsky. Los textos que escribía en colaboración son antológicos. Cuando en una época escribíamos con mi amigo Mauricio Bustos para Del Plata Especial, época de la radio bajo la dirección de Lalo Mir, tratábamos de aprender el estilo, de copiar formulaciones, de plagiar lo que fuera posible. Si hoy se recopilaran estos textos, funcionarían totalmente porque los escribieron fuera de época. Después lo reencontré en la revista Skorpio, con la historieta Alvar Mayor, cuando introdujeron el color en una parte de las páginas y él simultáneamente creaba una de sus obras clave en el diario Clarín: El Loco Chávez. Después lo volví a encontrar con Las puertitas del señor López. Todas estas obras se escribieron durante la dictadura y acompañaron el día a día, o el mes a mes. No eran obras de culto como son hoy los comics. Era cultura accesible, al alcance de cualquiera y cualquiera podría decir de qué se trataba.
Creo que hoy evocar a Trillo es pensar en dos cosas: una, es una queja: se nos fue un autor; dos, una pregunta: ¿dónde están los autores? No digo que no los haya, pero me parece que hay una pérdida de cierto modelo autoral.
Cuando la dictadura ya estaba en sus últimos estertores, Trillo dio una entrevista a Superhumor (creo) en la que decía que la historieta era como hacer películas pero más barato. Enfocaba entonces un problema nodal de la cultura argentina: la escasez o ausencia de medios para hacer ficción. Filmar era caro en Argentina y en cualquier parte, pero sobre todo en un país con industria audiovisual decreciente, lo era más todavía.
Trillo apuntaba también al hecho de que el dibujo era un medio incomparablemente más barato y más efectivo para divulgar contenidos, tanto en costo como en tiempos. Podías producir muchas historietas antes de que se pudieran arbitrar los medios para una sola película. O serie.
Y así y todo, Trillo tuvo ambas: una serie muy fallida sobre El Loco Chávez y una película muy poco satisfactoria sobre Las puertitas del señor López. Y luego hubo también una versión de Cybersix, que tampoco cuajó. Pero precisamente era en esos fallos donde se confirmaba lo que Trillo decía. La falta de efectividad de los formatos, que es también el fracaso de los traductores de esos formatos. En los guiones por un lado; en la calidad de la factura por el otro; pero también porque el dibujo de Altuna, sobre todo las mujeres que creaba y que eran para todos los efectos provocativas y al volverlas reales algo se perdía. No había encanto. Y si también se piensa cuál era el semillero de actrices en esos tiempos, era difícil encontrar quién diera el papel. El modelo femenino estaba más cerca del mundo de la revista y de estilos chabacanos, ya que ese era el modelo de lo popular en lo audiovisual. Pampita de El Loco Chávez fue Adriana Salgueiro, a quien nadie le podía negar su belleza, pero no tenía ese punto tierno y neorrealista del personaje. Quien la conoce sabe que es tosca y chillona, y no puede evocar nada. Lo que está ahí es lo que hay, y punto.
De ahí en más, ya bien entrados los ochenta y vueltos a la democracia, Trillo se fue alejando más del público. No creo que fuera por su voluntad sino porque el mercado editorial y el propio público sufrieron cambios muy grandes. La revista Fierro, también de Ediciones de la Urraca como lo fue su predecesora Superhumor, se convirtió en una transición. Fue quizás el canto del cisne de lo que fue la historieta más clásica y a la vez la puerta de entrada de dos fenómenos: uno, la historieta llamada de adultos, de contenido erótico; dos, la historieta de culto, que es la que hoy define el mercado editorial y el precio de las obras. El producto se encareció porque empezaron a ser objetos suntuarios. No creo que eso le haya hecho peor a la historieta, pero no mejoró su situación. A Trillo, como a muchos creadores argentinos se les abrió el mercado mundial y ese mercado estaba definido por el tipo de producto y guión que pedían las editoriales.
De estos nuevos tiempos surgen obras. Y remarco la palabra "obra". Se creó una forma de reclusión social en la cual el presente y devenir de la historieta se fue alejando de los kioscos para meterse en negocios especializados. Yo creo que ese cambio tiene que haber afectado a los contenidos y la forma de la escritura. No se puede salir indemne de un proceso así.
Lo que hoy se entiende como producto típico de la industria de la historieta (o comic si se usa la categoría mundial) es una obra artística, reclusiva, más cercana al museo que al kiosco. Y la paradoja es que en países centrales como EEUU, Gran Bretaña o Francia crecieron los "autores", al estilo de lo que fueron aquí un Oesterheld o un Trillo, mientras en Argentina ese impulso se fue apagando. Cuando hablamos de autores y obras, tenemos poco que decir desde después del 85 en adelante.
Desde sus últimas obras con Altuna y a partir de Clara de noche, Trillo pasó a publicar en otros ámbitos que se volvieron distantes. Esto no es desmerecer su talento, que era enorme, sino que algo se interpuso entre el diálogo de autor y auditorio. Como si a pesar de seguir publicando se hubiera retirado a alguna isla perdida.
Quizás el último autor popular en el sentido de su llegada fue el Negro Fontanarrosa. Con sus libros de cuentos como variable, frente a sus producciones gráficas como fueron Inodoro Pereyra, Boogie el aceitoso, o el chiste de contratapa de Clarín se ganó un lugar en la memoria presente.
Y Trillo también siguió publicando durante muchos años en la misma contratapa. Tenía la primera tira en sus manos. Fue El Negro Blanco, El Nene Montanaro, pero no volvió a ser El Loco Chávez, nunca.
Me quejo de perder un autor grande. Me quejo al mismo tiempo de perder a un autor que fue popular y que dejó de serlo. Y me niego a que los autores populares, cuando están y aparecen, y dan lo mejor de sí y crean mundos únicos, terminen en una suerte de exilio consentido o sin sentido. Me quejo de que la muerte los arranque, a gente como a Trillo o al Negro Fontanarrosa, como también me quejo y me duele esa distancia que se va tendiendo entre nosotros y los grandes creadores que supimos conseguir. Una sensación de pérdida sin restitución, porque no se ve aparecer en el horizonte a quien compense estas faltas. Hoy me siento más preparado y sin elegirlo para despedidas que para bienvenidas. Y no me gusta nada.

jueves, 14 de abril de 2011

Ser o no ser Carmela...

Me gusta que un espectáculo abra un espacio para la emoción, y eso es alquimia pura. No es ciencia, sino una cuota de magia y azar. La del aprendiz de brujo.
En Hamlet vemos la representación de unos cómicos en la corte. Es una metáfora de la realidad, del presente; un espejo. En Hamlet ese episodio es visto a la distancia y sólo tiene la perspectiva amarga de un príncipe que quiere vengar la muerte de su padre. Una tragedia.
Luego, siglos más tarde, Ernest Lubitsch rueda To be or not to be, una de las comedias más perfectas que pueda existir sobre un grupo de cómicos que se encuentran de un día para el otro con que Hitler ha invadido su país: Polonia.
Contada en tiempo presente, es ingeniosa, tierna, cálida, pícara. Invierte la apuesta de Hamlet. Mira la tragedia histórica desde esa compañía de actores de opereta, afectados por una mezcla de mundos como son la Commedia dell'Arte y las mismas bambalinas. Jack Benny es un sufrido Pierrot y Carole Lombard una levísima Colombina, pero juntos logran una hazaña y todo lo consiguen gracias a su talento y oficio.
Lubitsch los entiende un poco afectados, un poco mediocres, pero comprometidos con su tiempo y con gran corazón. No son el prototipo del artista político y discursivo, sino un poco lo que hoy es el actor comercial, más raído y desgastado, falto de conexión con la realidad. Así es que quien quisiera buscar un paralelo con ellos no lo debería buscar en el artista de culto, sino en el artista popular, tirando a populachero, y quien piense que esos no representan Hamlet u otras obras consagradas, que lo piense dos veces y encontrará millones de ejemplos en contrario. No se encontrará tampoco a estos artistas entre los cómicos de la legua, aunque quizás estén más cerca de ellos. Estos personajes no tienen melancolía y sí mucha urgencia de salir enteros de una historia que es como una picadora de carne, y quien entra en ella seguramente no regresa.
Esta película de Lubitsch fue (y es) tan fuerte que muchos han querido repetirla y emularla. Y no pude estar más distraído yo hasta la semana pasada en la que viendo la obra de teatro Ay, Carmela descubrí que había allí una versión de To be or not to be; la versión de José Sanchís Sinisterra.
Aunque ambas historias compartan el mismo pulso, sus puntos de apoyo divergen. A Lubitsch lo mueve la urgencia de un presente trágico y a Sinisterra una mirada agridulce, a la vez crítica y nostálgica de un tiempo revisitado con mucha distancia de época, pero con la vigencia del compromiso.
Fernando Trueba quiso copiar los mecanismos de Lubitsch en La niña de tus ojos y hasta nombró alguna vez la influencia. Sanchís Sinisterra en cambio optó por la traducción. La suerte de ese brigadista polaco que conmueve a Carmela, despierta una compasión por el destino de otros que al mismo tiempo es el suyo propio. La suerte del piloto polaco que Jack Benny y Carole Lombard protegen, es otra. A través de él libran un combate por salvar a los familiares de otros polacos que en Londres se preparan para liberar su país, a quienes un espía tratará de entregar para batir moralmente a sus enemigos.
En ambas historias se juega el sentido de la oportunidad y de las consecuencias de actuar. Artística y personalmente. Los cómicos de Lubitsch evitan una tragedia inminente, los de Sanchís Sinisterra caen víctimas de un destino inexcusable, histórico, el mismo de la República española.
La puesta de Ay, Carmela (foto) que vi el viernes pasado, dirigida por Esther Ríos y protagonizada por Carlota Ferrer y Oscar de la Fuente, conecta con lo que late dentro de la obra. Por eso ante todo es una obra viva. Toca cuerdas dormidas en la gente y las templa. No se puede ser indiferente ante ellas. Emoción, compromiso y memoria se conjugan. Pero pongo la emoción por delante de todo. Si no, lo otro es de papel.
La compasión hacia Carmela, tan transparente, tan entregada, tan expuesta, nos coloca en un sitio de desasosiego. Desde el comienzo sabemos lo que le ocurrirá, no ya porque una película lo haya contado, sino porque la propia obra nos denuncia desde el principio qué fue de esa mujer, y nada de lo que veamos estará distante de ese dolor. Nos reiremos con y de ella, pero al final no habrá premio. O habrá un premio amargo. Nostalgia de lo que pudo ser y no fue. De esa mujer que quiere, pero no puede salvar a nadie. Víctima ante todo de la indiferencia, de la tibieza.
¿Cuál es la tragedia de Carmela? La falta de sentido de la oportunidad. Pero esa carencia no es más que una alarma de que la mayoría de nosotros somos dados a leer el sentido de la oportunidad de una manera dislocada. Como que éste sólo pudiera estar relacionado con el silencio y la inacción, y no con todo lo contrario. No se llega a medir con certeza la temperatura de los momentos históricos y así se opta por renunciar antes que a pedir. A renunciar antes de pedir. Y de allí arrancan todas las paradojas.
Ochenta años después de la Guerra Civil, las víctimas de entonces claman por justicia, igual que el padre de Hamlet. Otros espectros en otros caminos, en otros corredores, en encrucijadas que parecen nuevas y sólo replican a las anteriores. Es entonces cuando una obra de cómicos trashumantes intenta purgar la historia que la propia realidad no aborda. Y la frase anterior vale para Hamlet, pero también para Ay, Carmela.
Lamenté que esta puesta además de suceder en un centro cultural, no sucediera también en una plaza, una noche. Lamenté que ese diálogo espontáneo de mujeres y hombres mayores, más cercanos en el tiempo a la Carmela de la historia, estuviera tan desajustado, pero ¿no es al fin y al cabo el diálogo más real que existe? Si repetían los textos, si le ponían desintencionadas notas al pie a la obra, si la explicaban, la criticaban, la celebraban o le huían, todo era parte de una complementaria puesta en escena, fuera de cátedra y forma. Eran un poco como Gertrudis. Falsamente ingenuos, ampliamente partícipes. Todos cómplices de algo, como el personaje de Paulino, el marido de Carmela. Todos condenados a cierta suerte de purgatorio en vida por estar fuera de tiempo y tratando de alejar de nosotros cualquier oportunidad de reparación. Sea barriendo los pasillos con una camisa de falangista, tangible o no, o simplemente callando.
Agradezco haber sido testigo de las desproporciones y los excesos de esa función y de esa obra. De la fiebre de ese carnaval atragantado en medio de la cuaresma. Del público y de la obra. De un diálogo que sin quererlo se vuelve rabelaisiano. De ser testigo de un episodio en el que todo el sentido de la oportunidad estaba puesto en juego y salir de él, inspirado.

jueves, 10 de marzo de 2011

Credo

Últimamente vengo pensando en lo difícil que encuentro definir qué animal político soy, en este ámbito, en este mundo, en este tiempo. Sé cuál es mi referencia ideológico-política. La gente que me conoce más, la sabe, y este no es un espacio para divulgarla, sino para pensar en otra cosa: en la serie de accidentes que conforman mi credo. Lo curioso es que estoy seguro de que esta gente a la que admiro y en la que creo, no tiene nada que ver con mi manera de pensar el mundo, pero de alguna forma más elemental me componen. Creo que soy más por y a través de ellos, de nuestros encuentros, que de mis "elecciones".
Nanni Moretti en Caro diario, recorre calles y aledaños de Roma (y más allá), y mira su ficción con ánimo documental que le convierte en corresponsal sui generis de una realidad que interpreta muy caprichosamente. En un pequeño episodio él viene con su motito Vespa y un semáforo lo detiene. A su lado hay un hombre con un cochazo descapotable y aprovechando la espera, Moretti se baja de la Vespa, se acerca al coche y le dice al hombre algo así como: "Yo soy un hombre de izquierda, pero aún si viviéramos en una sociedad que pensara y actuara como yo creo, integraría una minoría crítica". Sólo esta idea me va a conectar ya con otros mundos y con el último de los referentes del que ya voy a hablar más abajo.

Yo elegí el periodismo luego de dejar las Bellas Artes, creyendo que así encontraba un corolario para mi formación profesional. Formación ecléctica que a día de hoy no para y se renueva. Y en esta elección me encontré con Rodolfo Walsh. Nunca me interesó su opción política. Con quién se organizó. Y no lo divorcio de ella. Por el contrario respeto profundamente su arribo a orillas que a mí no me convocan. Pero vivo fascinado con su inteligencia, su talento y su moralidad. La forma en que Walsh mira el mundo real, supera cualquier encuadre ideológico.
Él aplicó una mirada sobre las grietas de una sociedad y se puso a estudiar sobre ella. No se conformó con un punto de vista. Buscó otros. Sin perder de vista lo importante que es la disciplina en una organización política, no dejó en ningún momento de elaborar sus propias ideas.
No conozco organización, ni siquiera en la que yo he comulgado, que le otorgara el valor adecuado a tener un punto de vista independiente, elaborado por una cosecha propia y no por cadena de transmisión o por adiestramiento. Casi diría que tampoco conozco espacios de discusión aún fuera de las organizaciones en los que no exista una cierta tendencia a tratar de congelar el disenso.
Creo que es tan importante tener las ideas claras como tener la capacidad de percibir los mundos alternativos que se abren frente a esas ideas. La posibilidad de optar por otros medios que no sean los consentidos o permitidos para formar el propio parecer. Poder emitir juicios que pueden ser considerados tabú, para algunos y que de inmediato convocan el reajuste o la censura.
Es una tentación muy grande ser parte de una mayoría, y creo que es a lo que se refiere Nanni Moretti. Es tan avasallante la sensación de tener una razón respaldada por mucha gente, que te hace no sólo perder la perspectiva, sino también olvidar que la perspectiva existe y así el mundo cobra ineludibles dos dimensiones. ¿Será por eso que cuando las dos dimensiones aparecen, aparece también los contrastes exagerados, los colores planos y las opciones dicotómicas?

En la película basada en una historia real, Reversal of fortune (En Argentina se llamó Mi secreto me condena), el personaje protagonista Alan Dershowitz es un abogado que tiene que defender a un rico y aristocrático integrante de la sociedad neoyorquina: al malo de la película que aquí es Jeremy Irons. Antes aún de que tome el caso, Dershowitz comenta que si hubiera vivido durante los juicios de Nüremberg y Hitler no se hubiera suicidado, a él le habría parecido maravilloso defenderlo. Y ya cuando acepta el caso, se niega de plano a tener una entrevista con su cliente. No quiere formarse una opinión sobre el caso a partir de escuchar su versión de los hechos. Primero realiza una exhaustiva investigación con su equipo de colaboradores, muchos de ellos becarios y pasantes, y construye su propia visión ya que lo que él se propone llevar a juicio no es la moralidad de su cliente, sino la forma en que los procedimientos policiales intoxicaron (y de hecho lo hicieron) el acceso a un juicio justo. Independientemente de lo que él íntimamente creyera, eligió el camino de armar su visión de la forma más objetiva a la que él pudiera acceder. No comprar el paquete del caso y la visión del acusado en un mismo envoltorio.
En esto el planteo de Dershowitz y Walsh se tocan porque más allá de la ideología y las elecciones personales, hay un esfuerzo que busca abrir la mirada y la posibilidad de que las cosas sean de otra manera. Aún de una manera completamente diferente a la que tus propios amigos y aliados consideran como correcta. Algo en el método plantea que disentir es importante y que la existencia del disenso no es un capricho ni un privilegio, sino algo tan necesario como respirar. A eso también se refiere Moretti.

Héctor Germán Oesterheld, creador no sólo de El Eternauta sino de otras tantísimas ficciones como Ernie Pike, Sargento Kirk, Ticonderoga Flint, Mort Cinder, Sherlock Time, ha sido muy reivindicado después de la caída de la dictadura. A las lógicas razones que tienen que ver con su talento, se suman otras que vienen de una lectura política sobre el autor. Por haber sido montonero, por haber desaparecido, y porque él expresó un credo político que en su momento puso en paralelo la realidad argentina con sus propios mundos ficticios. Su obra designada cumbre, El Eternauta, guarda dentro la comparación de una invasión extraterrestre con lo que fue la Revolución Libertadora. Interpretación que llegó mucho más adelante de su tiempo de edición y que conectó con una segunda parte, muy posterior, en la que paralelos eran más intencionados y donde las figuras que intervenían en ese episodio dos, tenían todo que ver con la política de su tiempo, la previa al golpe militar. Después estuvieron las lecturas realizadas por Juan Sasturain que recalcó estos puntos de análisis sumados a escritos del propio Oesterheld donde para él propugnaba por una ideología de héroe colectivo frente a héroe individual. El concepto del héroe en grupo como diferenciación ideológica preferencial frente a la ficción norteamericana, por ejemplo. Este punto reflexivo se toca con otro que también abordó Rodolfo Walsh en su cuento Un oscuro día de justicia. En ese cuento los habitantes del orfanato que sirve de escenario a todo el ciclo de los irlandeses, viven tiranizados por un preceptor. El dolor y la impotencia en que los sume esa opresión ejercida por un hombre más grande y buen peleador, hace que todos los chicos necesiten una revancha, un desquite. Anhelan entonces la llegada del tío de uno de ellos, excelente peleador, que podría venir al orfanato a pegarle al preceptor y poner las cosas en orden. Ese sueño se vuelve desmesurado y cuando el tío, que parece no llegar nunca, en efecto llega, es derrotado por el preceptor a mano limpia. La decepción de los chicos es terrible. Y ese cuento se dio a una búsqueda de moraleja: que no hay que confiar en el héroe individual, en el salvador, que Walsh nombró por el Che Guevara (pero que pudo ser también muchos otros) y tratar de buscar una salida colectiva.

Yo comparto plenamente esa ambición moral y práctica. Pero no creo que se pueda tener o abrazar si no se supera la forma y se entra en el contenido. Si se entiende grupo o colectivo como una alianza homogénea de visiones y pareceres, estamos dejando de lado lo que da la construcción de un conjunto a partir de individualidades fuertes y complementarias. No, idénticas. Esto tan citado de que el conjunto es mucho más que la suma de las partes.
La búsqueda denodada de la identidad puede ser tan excluyente como la diferenciación exacerbada. Y puede llevar a conclusiones tan equivocadas un impulso como otro. La sensación ilusoria de que en el acuerdo hay certeza, nos puede desviar de tener esa fuerza única e íntima (no, individualista) que nos permite acuñar ideas propias y no ideas contagiadas por otros o por el mero entusiasmo. Si no hay un punto escéptico y/o crítico, el panorama se enrarece.

Es comprensible que en países como Argentina donde la existencia del peronismo (como movimiento político perseguido durante casi veinte años, sumado al episodio de la dictadura), nos haya dado a muchos una idea en la que una mayoría consciente de sus voluntades y propósitos, al quedar excluida de la competencia por el poder, está prisionera dentro de un país y un estado secuestrado por una minoría. No es un punto de vista erróneo, pero no es exacto.
En un país como EEUU esta opción está por cierto invertida. El ciudadano común tiene (o al menos ha tenido durante muchísimo tiempo) la idea de que su gobierno es orgánico con su pueblo. Que su sistema es orgánico y que ha alcanzado un estadio democrático preferencial a cualquier otra nación del mundo. Derivado eso en riqueza, crecimiento, ambición, etc., etc. Ese mundo feliz hipnotizó durante mucho tiempo a sus habitantes hasta que en los años sesenta la venda empezó a caer. Apareció un fenómeno que fueron las voces disidentes. Tipos que empezaron a decir que lo que celebraba ya no solo el gobierno, sino la mayoría de los americanos, tenía también un lado oscuro y que alguien dentro o fuera de casa, padecía las consecuencias de ese lado oscuro.

Uno de los críticos internos más inteligentes dentro de EEUU fue Kurt Vonnegut. Quizás su visión política fuera más potente que su obra y su obra nunca fue poco potente. Él empezó a decir que el sueño americano también podía ser pesadilla. No decía ni siquiera que era una simple cuestión de apreciación. Decía que formar parte de las campañas que el gobierno americano lanzaba para el bien común o para el bien del mundo, hacían mucho daño. Durante la Guerra de Vietnam, él narró su experiencia durante la Segunda Guerra Mundial como joven soldado, veinteañero, que fue testigo de la crueldad de los bombardeos americanos sobre Alemania. Quería que se tomara en serio el tema de que el abordaje de la realidad no puede ser a todo o nada. Donde aceptar sería comprar todas las acciones de una empresa por brutal que sea. Donde los muertos son el precio de la paz y el bienestar. Dresde, Hiroshima, Nagasaki. ¿Cuál es el precio justo? ¿Cuánto es justo y cuánto es pagar de más? Algo de esto también se pregunta Steven Spielberg en Munich. ¿Hasta qué punto se justifica la eliminación selectiva de mis enemigos, cuando por el solo hecho de participar en estas acciones y estos pensamientos, empiezo a convertirme en cómplice muy consentido de muchos otros crímenes, más de los que yo querría pagar?

El último de los miembros de este credo ecléctico que tiro sobre la mesa es Clint Eastwood. Declarado republicano. Declarado conservador. Él no escapa ni huye a las miradas que arrojan sobre él. Creo que su excesivo conservadurismo produce en él algo que me parece maravilloso. Conseguir relevar el poder del libre albedrío. Así como es él, que descree del estado y sí cree en el impulso individual, nos expone todo el tiempo al universo de errores y horrores que puede cometer un Estado, una agrupación de hombres, sometiendo al tipo suelto. Sometiéndolo tanto en su destino como en su suerte.
Él cree en la muerte asistida como en Million Dollar Baby, porque los requisitos burocráticos de un estado no pueden aplastar la voluntad madura de una persona de decidir qué hacer con su vida y cuándo terminarla. Cree como en True Crime que él no es nadie para disputar la existencia o no de la pena de muerte, pero sí puede cuestionar que esas individualidades coligadas pueden disentir con la misión que tienen que llevar a cabo y que si cumplen con lo que la ley impone, no tienen por qué compartirlo o no sufrir por hacerlo. Entiende que la cadena de errores puede ser tan infinita como para convertir una rutina, la que le toca sufrir a un condenado a muerte, en una maquinaria ritual y perversa. Ahora en Hereafter no enuncia nada a favor ni en contra de la gente que cree o elige creer en opciones no científicas o seudocientíficas. Arremete sí contra la prerrogativa racionalista que dice que por fuera de la razón no existe nada y esa razón es la base de los "estados" en los que habitamos, y nosotros también, en pequeñas agrupaciones, replicamos esta prerrogativa a nombre del racionalismo o de lo que sea. No importa ya quiénes seamos. Si nos constituimos en un grupo para estigmatizar lo que no compartimos o no entendemos, actuamos también de una manera represiva y somos cómplices. Hay una foto de Robert Capa luego de la liberación de París que también relata esto, cuando la gente hace descarga de su odio, en medio de una turba, rapando a la amante de algún oficial nazi.

De Oesterheld me gusta -y recuerdo también mucho- una evocación que hizo su viuda una tarde, creo, del año 95 en el Centro Cultural Recoleta, en Capital Federal. Ella resaltó de Oesterheld su enorme carácter humanista. Él no elegía bandos de buenos y malos en la Segunda Guerra Mundial que narraba Ernie Pike. Le parecía que había ejércitos y buenos y malos hombres en cualquiera de ellos. Fue el primero en mostrar en ficción, en los años 50, a buenos soldados alemanes.

Oesterheld fue muy devoto de Jack London. Otro autor para el cual la moralidad de sus personajes era muy importante. Uno de los cuentos que más le había impactado era uno en que unos cazadores eran capturados por una tribu que los iba a matar de cualquier manera, y lo hacían cruelmente. Uno de ellos acude a su ingenio y le dice a uno de los indígenas que él tiene una medicina que convierte a su piel en impenetrable y que no le podrá matar. El jefe de los indios se indigna, quiere que le muestre. El hombre se frota en el cuello, el indio le descarga un machetazo y le saca la cabeza. El prisionero se burló de su captor y lo dejó en ridículo. Se salvó de la tortura, aunque no pudo sobrevivir.
Otra moralidad.
Walsh había pergeñado una conclusión parecida con su propia vida y ese ensayo surgió de su investigación de la masacre de José León Suárez. Pensó que si de todas maneras te iban a matar, por qué no luchar, por qué no defenderte. Y así lo hizo cuando quisieron capturarlo y en su propia ley murió.
No sé si Walsh unió la imagen de un cuento como éste de London, y la actitud de un Julio Troxler en José León Suárez, quitándole el arma a un soldado para poder huir, y así construyó también la elección de su destino.
En ese sentido fue un personaje de London, de Eastwood, y también por qué no de Vonnegut y de Nanni Moretti. Personajes críticos, no asimilados que eligen su destino a pesar de todo, a pesar de ellos mismos, aún cuando no ganen nada y a veces pierdan la vida.
Admiro a esas personas por esas formas y esas maneras. Creo en ellos. Me gustaría creer que en alguna de mis opciones, algo de ellos pudiera hacer pie en mí.