martes, 4 de agosto de 2009

Paradojas


No sé cómo encajar el paisaje de Coppola. Quisiera que me hubiera gustado Tetro, pero es un acto de voluntad en el que fallé. Quería ver Buenos Aires a través de los ojos de Coppola y yo creo que con un poco de esmero la podría haber reconstruido en Cinecittá. Una esquina, un callejón, una casa, un café, un teatrito, una mansión, un cementerio, ¡¡¡un glaciar!!!
No quiero parecer un snob que quiere que su país se vea bonito en las postales de la cinefilia mundial. Puedo serlo, pero no quiero siquiera parecerlo. A mí me hace falta la vibración de una ciudad. Si elijo una ciudad, tiene que atravesar algo más, o me tiene que dar algo más que un presupuesto más bajo para filmar. Y creo que pienso en Baires como decorado porque la historia no me hizo obviarlo.
Los dramas familiares tienen algo de peligroso cuando no se elevan a la altura adecuada.
Definamos altura: un punto en el que se establece una historia y que al mismo tiempo me puede conferir vértigo; sensación de estar envuelto en un tornado como el de El Mago de Oz porque no llegué a tiempo al refugio, como Dorothy. Coppola me dejó entrar, salir, guardar fotos en una valija, tomarme unos mates, hacer la cama y volver a entrar todas las veces que quise. Primero porque lo mostraba desde fuera. Segundo porque no había dado nada nuevo. Y hasta lo que podía ser "nuevo", terminaba siendo ñoño, antidramático y poco interesante.
Voy un poco más lejos: la pistola de Chéjov es ese elemento que tiene que estallar en el tercer acto. Aquí tenemos una pistola y un hacha. La pistola sale y entra de un cajón, y no la volvés a ver más. El hacha (que puede ser resultado de la metamorfosis simbólica de la pistola, por decir algo) aparece en el tercer acto, se blande y no rompe nada. Cuando Vincent Gallo llega a la mansión en la que podrían premiar su talento, viene de espaldas a la cámara, hacha en mano, que podría ser cuanto menos un remedo de Viernes 13, pero no. El hacha al igual que la pistola vuelven al arcón de la utilería sin haber cobrado su cuota de sangre. No es que lo esperara y mucho menos que lo necesitara, pero ¿por qué sacar las armas a pasear? ¿Subvencionan por eso?
Luego está el tema del talento.
No voy a entender nunca, jamás, por qué cuando se pone un personaje que es un escritor, éste es siempre el mejor escritor, el más talentoso, y que por algo de su vida se le "rompió la mano". Este escritor tiene una obra en ciernes que es una obra maestra. Nadie puede imaginarse lo contrario, entonces por convención entendemos que podemos participar de un momento cumbre de la literatura o cualquier arte que le emparde. Cuando la obra toma forma nos encontramos con que es una estupidez impresionante, sobrevalorada, ampulosa y engolada. Figuras que todo lo exageran y no sé por qué se entiende que tenemos que aceptar su incalculable valor cultural.
Todo lo que rodea a la obra de Tetro, es idiota. Tetro es también un poco idiota. Estaría justificado, pero las justificaciones no hacen a la gente menos idiota, ya que se pasan más tiempo comportándose estúpidamente sólo porque esperan el momento de gracia para iluminar todo lo que hemos visto. Y no hemos visto nada significativo.
Después, Buenos Aires son muchos lugares comunes. ¿Hay un esnobismo del subdesarrollo? Por supuesto. Un tango, La Boca, el puerto, el Tortoni, hasta la radio La Colifata. Todo tiene una forma de turismo imbancable y de caricatura de lo argentino. No esperaba que fuera una loa, pero el camino al infierno además de estar empedrado por buenas intenciones, está salpicado de postales para turistas que rozan la subnormalidad. Y esto ocurre muchas veces en Tetro. ¿Por qué un Festival de la Patagonia perdido en el fin del mundo? ¿Para mostrar el Glaciar Perito Moreno?
La verdad es que hincha un poco las pelotas.
Yo creo que hay una escena que a mí me define todo lo que da y se puede esperar de la película: Tetro, artista renegado, hace las luces de un teatrito de dos por cuatro encajado en un café. Mike Amigorena hace de un actor-autor, rico, muy amariconado, Isidorito Cañones fugado del armario, y cuando monta su obra "Fausta" interpretando una diablesa, Tetro le empieza a romper la obra y las pelotas y Amigorena se calienta y se reputean delante de todo el público. Durante el tiempo que duró este momento de supuesta tensión, me dije: "bueno, ahora llega el momento en que Amigorena le hace un chiste a Tetro y descubrimos que todo lo que pasó es una joda y se abrazan, y todos felices". No pasó.
Hagan la prueba de diseccionar la escena. No hay tensión, no hay un momento en el que no sepas que está todo controlado, y no hay nada peor que esté todo controlado cuando supuestamente estés en medio de una situación de descontrol provocada por el protagonista. Eso normalmente, sea en comedia o drama, compromete nuestra percepción del momento y si alcanza un punto verdadero, sentimos la vergüenza ajena de cualquier espectador, el peligro. Y no pasa.
Tetro está afectada de esa falta de tensión y está repleta de situaciones de falsa tensión.
La telenovela/culebrón en general abusa de las situaciones de falsa tensión. Es código del género en cuanto a su aspecto más común y cotidiano. Cuando dentro del género la falsa tensión se convierte en tensión verdadera y no empujada, se agradece y encontramos un gran momento. Pero en el culebrón de Tetro las tensiones se disuelven por momentos más discursivos. Por cosas más mostradas, o expuestas, que vivas.
Una presencia secundaria es la música sinfónica, la danza, que resuena con fragmentos de Los cuentos de Hoffmann de Michael Powell, y con una recreación de la historia de Tetro con el estilo Powelliano. Allí tampoco se llega a la belleza y buen patetismo que uno pudo ver en aquellas películas viejas. Aquí no sucede. No emite vibraciones.
Vuelvo a esta imposibilidad de recomponer el paisaje de Coppola. Pienso también en que el genio no implica que no puedas fallar y caer una y otra vez, y que cada vez que te levantás no logres que la cabeza también se yerga. La tentación experimental de Tetro no alcanza ni por lejos la estatura experimental, o el talante independiente. Algo está perdido en Coppola y lo que queda es el nombre y un recuerdo, como un amor de juventud que persiste pero que no se repite como uno querría ni madura como debería.
Coppola también es un poco Woody Allen o Almodóvar, donde los buenos actores que le admiran harían lo imposible por impregnar un fotograma. Pasa todo el tiempo.
Cuando un director convierte sus proyectos en un arca para transportar snobs, no tiene las cartas para ganar y entonces tiene que mentir más que nunca. Me pregunto por qué la hija de Moria Casán (vedette argentina que andará por los sesenta años) forma parte de un elenco en un papel en el que miles de actrices hubieran dado mucho más. Me pregunto cuánto le importará a una Susana Giménez (otra ex vedette, actriz y presentadora) por el solo hecho de salir en la película de Coppola, aparecer pavoneando su quasimódica operación de cara, que le acerca irremisiblemente más al hombre elefante que a la belleza que alguna vez fue. Me pregunto por Maribel Verdú a la que nos venden como gran descubrimiento de Coppola cuando no es más la contrapartida española, junto con la Maura, de la pata financiera de Gerardo Herrero. Y ojo que no la considero mala actriz ni que actúe mal, pero aquí no se luce nada.
No soy inocente. El cine funciona de esta manera la mayoría de las veces. Pero cuando existe esa minoría de veces en las que ocurre algo único, se agradece, y lo que se recibe, llega viciado por un intercambio de favores.
Es cierto que nadie está exento de este tráfico abusivo de relaciones públicas, pero el arte es también que si eso ocurre, porque tiene que ocurrir, no te joda una película. No digo que esta sea la situación que afecta a Tetro en particular, pero de la misma manera que la ciudad mal contada pasa a un primer plano por causa de una historia poco intensa, lo mismo sucede con todo lo demás. Lo accesorio se impone a lo que debería estar mordiéndonos los ojos.
Y a pesar de todo, aún cuando nada en Tetro me arrebata o me sacude, hay un par de momentos en los cuales mi racionalidad se reduce a cero. Momentos que sin llegar a provocarme de verdad, aparecen como por descuido, y me conmueven.

jueves, 19 de marzo de 2009

Geopolítica

Empecé escribiendo este post en servilletas. Lejos de hacerlo con intención bohemia, fue la bohemia la que cayó sobre mí a plomo. Hoy jueves 19 de marzo, todo está cerrado y yo me he dejado las llaves de la sala en casa. En síntesis, que me he quedado fuera y con las ganas de escribir sobre Los abrazos rotos de Almodóvar, que es algo que me atacó esta mañana y aún no me lo puedo quitar de encima.
Así que con este espíritu digresivo con el que me encuentro siempre, pienso en todo. Empiezo por una cosita pequeña y termino enganchando con otra y otra y otra y así.
Lo primero que me pasó es que me gustó Penélope Cruz y esto lo digo con toda la decisión del mundo ya que ella nunca me convence y como día a día su estela se multiplica, yo quiero pensr que estoy equivocado y que todos los demás tienen razón. Que hay algo en ella que yo no veo y me estoy perdiendo, pero por más que le he ido poniendo voluntad, no lo he conseguido. Sin embargo, ayer, sin esfuerzo, me convenció y es la primera vez que me llega y no la veo como la invención que aún creo que es.
Nunca negué en ella una cuota de carisma que la vuelve irresistible al mundo, y creo que es ese elemento carismático el que persiste en ella, y seguramente algo que se mueve detrás de bambalinas y la hace apetecible para los directores, pero que nosotros, el vulgo, desconocemos por completo.
Cuando en Volver Almodóvar quiso recrear una criatura neorrealista en estado puro, devota de la imagen de Sophia Loren en Dos mujeres de Vittorio de Sica, no me gustó el esnobismo de la apuesta. El tema allí era ver a Penélope como otra. Como un eco de, una remake humana. Y lo que ahora me empieza a gustar de ella es que empiece a generar una imagen propia. Que salga de su tono histérico perpetuo y que puede quizás ser menos maqueta de Almodóvar como lo terminaron siendo algunas de sus chicas.
Y cuando pienso en Almodóvar se me ocurre que no deja de interesarme. Que le empiezo a encontrar puntos en común con Woody Allen como poeta de su cultura. Uno con Nueva York, el otro con una España redibujada desde un Madrid inexistente que presta su escenografía para que nunca se le termine de ver como tal. Y como no conozco Nueva York no me atrevo a decir nada de Woody Allen, pero creo que me terminaría sorprendiendo mucho si cruzara impresiones.
Quiero decir que Almodóvar era, para mí, España antes de aterrizar aquí. Y a once años de estar viviendo por estos lares entiendo que sus criaturas y su cine transitan por lugares diversos. Él logró crear un mundo propio que bebe de la cultura española pero la transviste con un espíritu y un tono lejano a la crónica o al retrato. Esto no es crítica, sino solo reconocer que sucede de esta manera y que hay que aprender a leer a Almodóvar más desde su mundo que desde su geografía física. O quizás sí desde su geografía política, aunque más no sea un poco.
Almodóvar es uno de los pocos autores en activo que quedan. Junto con Woody Allen y Clint Eastwood no creo que haya otro que revista esta categoría. Porque otros grandes como Scorsese o Coppola, llegados de otros tiempos pero perdidos en la bruma del presente, me parece que ya no cuentan. Y como parte de una lista caprichosa entiendo que alguien patalee, pero estas criaturas con silueta propia escasean, y a Almodóvar le toca ser visto con los ojos de cierta especie en peligro de desaparición. Voy un poco más allá.
Desde que los Cahiers du Cinéma empezaron a construir la noción del autor en el cine, la forma de ver a los directores cambió. Así como cambió la forma de verse de ellos mismos. La lista de autores que se fueron descubriendo entre la maraña desde los años sesenta hasta el presente, es grande. Encontramos algo en ellos que los hace perdurables y que les permite ser recordados. Muchos han muerto. Los últimos grandes que se fueron, lo hicieron el mismo día: Bergman y Antonioni. Fallecidos ellos, no queda muchos que nombrar como autores. Quizás de los más jóvenes alguien como Wong Kar Wai, pero no termina de tener la contundencia que le haga ser visto como tal.
Por ahora suspendo el post y vuelvo luego al ataque...
Ya volví y aunque el otro día se me ocurrieron más autores, ya se me olvidaron por completo. Da igual, los franceses discutirían largamente que hay muchos más, pero yo creo que el panorama está cubierto, de golpe, por estos nombres.
Al paso de los días Los abrazos rotos se me desvanece y destaco a los actores más que a la historia o la trama. Y quizás también algo del mundo visual almodovariano que sigue imponiendo en cuanto a colorido y tiene tirón para rato.
Almodóvar también se ha vuelto un poco Woody Allen. Director de la regularidad y el compromiso no anual, pero bianual, y con el cual el valor de ser extra, aunque sea en su película, se toma como si se hubiera conseguido casi un protagónico. Paso con el casting catalán de Vicky, Cristina, Barcelona y ahora pasa también con Los abrazos rotos. Actores en ascenso luchan por quince segundos de gloria. Kira Miró o Alejo Sauras en papeles que rellenan más un videobook para productores distraídos o para promociones inexistentes tipo: "¿Y cómo fue trabajar con Almodóvar?"
Creo que hay algo de snobismo en ambos casos. Snobismo que se opone en todos los sentidos a la propuesta de Clint Eastwood, sobre todo en Gran Torino. Sólo él y un elenco de asiáticos americanos desconocidísimos logran concitar la emoción y además un extraño fenómeno de taquilla del que se habla bien poco. Algo que renueva el misterio de qué es lo que busca el público y cómo de tanto en tanto, frente a una película que tiene cero actitud marketinera, se congrega la gente.
Ah y otro hecho a destacar en cuanto a Eastwood es su capacidad bestial de filmar. Después de dos simultáneas como fueron Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima, también dobla con El intercambio y Gran Torino. Yo para mi vejez quiero la mitad de esto.
Volviendo a Almodóvar y Penélope Cruz, sigo pensando y machacándome la cabeza sobre cómo confeccionar un mapa estético político. Empezando por cómo desde el espectro audiovisual se concede a cada país un cierto sitio jerárquico en la industria cinematográfica y una expectativa de producción internacional. De España se espera el exceso y cierto exotismo. De Alemania una constante actitud de revisión de su pasado del siglo XX. De América Latina, tiernas crónicas de la crisis. Y dentro del propio espectro americano un lugar para el cine de minorías. Los latinos, graciosos (y a veces monigotes) o preocupados por su integración a la sociedad estadounidense. Mitos de la superación personal que para el blanco medio ya no son tales y para el afroamericano se han convertido en el acceso a los puestos de poder claves, que la realidad corona con la llegada de Obama.
Todo el cine fue y se vuelve siempre un poco metáfora del mundo en el que vivimos y se convierte en una transposición de los tiempos que corren. Paro de nuevo...

jueves, 5 de marzo de 2009

Géneros



"Alle großen weltgeschichtlichen Vorgänge ereignen sich zweimal: Das eine Mal als Tragödie, das andere Mal als Farce"

G. W. Hegel
(1770-1831)






Encontré la frase original. Si los propios alemanes no la adulteraron, es tal y como la concibió Hegel: "Todos los grandes procedimientos históricos ocurren dos veces: la primera vez como tragedia y la segunda vez como farsa". Y así como la cita se ha colado en todo momento conveniente, yo quiero rescatarla con otro fin. No predictivo, por supuesto, porque creo que lo único que entrevió Hegel fue la reproducción de un modelo en un momento y otro de la historia, en el que lo que cambia, notoriamente, es el género.
No me atrevo a señalar el momento en el que divergieron la historia, la crónica y la ficción para tomar cuerpo propio, pero creo que todas comparten de una u otra manera un aliento dramático. Que la ficción esté regida por las leyes del drama y que de Aristóteles hasta aquí se encuentren fuertemente conectadas ficción y drama, hace que parezca que la historia y el periodismo pertenecen a otro universo, ajeno, y que existen sólo para ser fuente de la ficción porque la viceversa es inaceptable, al menos desde un punto de vista estrictamente racional. Digo esto porque cuando en la vida cotidiana soltamos que la realidad supera la ficción o que a veces la realidad emula la ficción, hacemos una afirmación aventurada, ya que si nos toca chequear y comprobar esta idea desde lo científico, renunciaríamos a lo dicho.
Y no deberíamos renunciar tan fácilmente a algo que está en nosotros desde muy lejos.
La narración lo une todo. Hechos narrados en cierto orden que proponen un origen, un lapso, un crescendo, un clímax, un desenlace. Esos elementos compositivos concurren en la narración de lo distante, de lo inmediato y de lo inexistente. Y para construir ficción nos valemos del recurso de narrar lo distante y lo inmediato, para que a nuestras historias no las veamos como parte de lo inexistente total. Y tendríamos aún más noción de esto al enfrentarnos con las falsificaciones de la historia o de las crónicas de nuestro presente, donde el elemento realidad -como sinónimo de verdad- desaparece. Y si la verdad ya no está en los hechos que se narra, porque se altera su orden, su naturaleza, o se los elimina, bajo un proceso de bien cuidada e intencionada edición, ¿qué nos queda?
Ficción y falsificación aluden a estados morales diferentes. Y obviamente también a distintos puntos de vista. Como trabajo de reconstrucción, la historia o el presente, involucran millones de juicios, no todos conscientes, pero que de una forma u otra se manifiestan. Es cierto que Colón llegó a las costas de un continente que se llamaría América un 12 de octubre de 1492, pero la narración de esos hechos diferirá en muchos puntos y coincidirá en otros, quizás nunca en los mismos. Si es cierto que Jesucristo existió, no es cierto en todo caso que hubiera nacido un 25 de diciembre, pero parece ser que de acuerdo a nuestro comportamiento colectivo, esto fuera de alguna manera más verdadero que la llegada de Colón a América. No digo que sean hechos que compitan, pero las zonas grises de las narraciones sobre las que navegan (y a veces naufragan) nuestras vidas son enormes, y cielo y tierra no parecen separarse en el horizonte. Y al fin y al cabo, qué es el horizonte más que una construcción abstracta.
Vuelvo a Hegel. Hay ironía en la frase, porque él le aplica una categoría al elemento fáctico. Una categoría que califica un hecho como tragedia o farsa. Mismo mecanismo, similar puesta, cambio de género. La historia se transviste o se transviste la narración misma. Historia y ficción como tierra y cielo. Dos mundos en pugna como en la Ilíada y la Odisea, entre los hombres y los dioses, dos secuencias de acontecimientos y dos dramaturgias entrelazadas como cualquier película que se precie. El arte de la ficción, como cualquier arte, consiste en hacer invisible la técnica y que las costuras con las que se sostiene la obra desaparezcan; salvo en los momentos en que mostrar las costuras implique un goce estético sin igual y reemplace nuestra suspensión de incredulidad por algo igual de poderoso.
Hegel dice tragedia o farsa para la historia, es decir, para la narración de un hecho que puede existir en sí, pero que no cobra forma hasta que es contado por alguien y este alguien le aplica un género. El ordenamiento de esta historia, la construcción de la fábula, remite a un esqueleto. El género remite a la carne y al aliento, a la intensidad y a los tiempos. Pero creo que por encima de todo, al calificar la historia, al compararla, Hegel la ficcionaliza. La mete en el territorio narrativo y la somete a sus leyes. Dice de alguna manera que la historia existe a través de modelos narrativos en los que puede ser encapsulada y que estos son los medios en los que los acontecimientos se vuelven transmisibles. Si no fuera así, la historia no podría ser ni ordenada ni categorizada.
Un historiador se cortaría las venas frente a lo que yo digo ahora y yo les juro que lo entendería. Pero nada de eso quitaría que todos los mecanismos de investigación y corroboración que usa el historiador para contar su versión sobre el mundo, no estén gobernados por otros también un tanto invisibles. ¿Qué necesita el que aprende historia, el que digiere los hechos, para encontrar un verosímil en lo que se le narra? ¿Cuánto de suspensión de la incredulidad impone aceptar lo que se nos cuenta como verdadero? ¿Cuánto de artificio interviene en la narración para que alguien acepte y de alguna forma tome partido, o participe de algún punto de vista cuanto menos como simpatizante? Las guerras a lo largo de la historia también podrían ser contadas como la historia de los malos entendidos sobre los hechos, sobre las malas lecturas y las pésimas comprensiones. Y así mutan invariablemente entre tragedia y farsa.
Narrar es editar, siempre; jerarquizar, excluir. Pasa en la historia y en el periodismo. ¿Quién cometió un crimen, quién se subió los sueldos, quién invadió Tierra Santa, quién llegó primero, quién tiene derecho sobre este territorio, quién no? Medio Oriente y los Balcanes serían el testimonio presente más dramático que pueda existir sobre el tema. Y todas estas preguntas no hechas se responden de antemano, narrando. El que cuenta y pone las palabras suele ser el que pega el primer golpe. Luego hay que desmentir y para hacerlo se requieren esfuerzos más complejos. Pero está claro que suele ganar el que pega más fuerte, aunque haya pegado después.
Tragedia y farsa no están en la naturaleza de lo que se narra, sino en cómo está presentado y al mismo tiempo en cómo está percibido. Es un fenómeno de comunicación que supera todos los esquemas teóricos, pero que a la vez los incluye.
Quiero entender entonces, primero, que todos los métodos poéticos y retóricos están incluidos en todas las disciplinas y sobre todo en las humanísticas. Eso acerca lo que parece ajeno y lo une en un sitio que podría parecer exclusivo de la ficción: creer en lo imposible y creer en lo irreal. Y para eso lo imposible e irreal tienen que parecer reales y posibles.
También quiero entender que el género aplicado a un acontecimiento, verdadero o artificial, pero un mismo acontecimiento, se compone de reglas muy precisas que transmutan su carnadura y su percepción, pero que en su secuencia permanece, digamos, idéntica. Lo interesante es percibir el momento en el que lo que uno ve, cambia y poder ver por qué cambia.
Creo que me metí en un jardín fenomenal y no lo lamento. Entretanto publico lo que tengo y ya veré como salgo de aquí en un próximo post. Si es que salgo.

jueves, 12 de febrero de 2009

La educación criminal

Si Hammet y Chandler son los padres de la novela negra, sus hijos son -generacionalmente hablando- Jim Thompson, Chester Himes, David Goodis, Horace McCoy y Charles Williams. Hay más, claro, pero los tres primeros se disputan eternamente el oro, la plata y el bronce. O son más conocidos, que es un poco de lo mismo. A Thompson y a Himes les conozco la cara; a los otros, nada. No digo que importe literariamente algo conocerle la cara a un escritor, porque para escapar de los retratos ya están Salinger y Pynchon, pero a mí me gusta ver los seres reales.
Un día un amigo leyó una novela de Thompson y me señaló su perversidad, y eso es algo que entendí perfectamente al leer algunos de sus libros. De Himes entendí que tenía un curioso sentido del humor negro, amén de un tono un poco surrealista, grotesco, extremo, en definitiva: pantagruélico. Thompson ha plantado su cámara en un mundo violento y cruel, en un punto en el que el territorio de la ley y el orden, el poder político y el submundo de los albañales y el crimen se tocan de manera infinita. En ese sentido, en algún sentido, parece ser un escritor que sigue más de cerca la declaración programática de Chandler en El simple arte de matar, donde plantea que un político puede ser el que regenta el tráfico de alcohol y organiza el crimen.
En las novelas de Himes que leí encontré un universo de macchiettas. Personajes por delante de lo narrado y sin que esto vaya en desmedro de lo narrado. Su pareja de detectives negros, más cerca de Laurel y Hardy en el concepto y a cierto costumbrismo del Harlem que a indagar en el carácter. Creo que de este grupo es el más arltiano de todos los escritores, más por su estilo y su propuesta exagerada y desafiante.
Este grupo, sobre todo los de la segunda oleada, los "hijos", fueron elevados a los podios de la literatura por los franceses que vieron en ellos una vertiente americana del existencialismo. Lo cual es verdadero no en tanto que ellos se plegaran a un movimiento cultural europeo, como que reflejaron a su manera la desazón de la posguerra.
De ellos el que más me está sacudiendo es Goodis.
La primera novela que leí de él se llamaba Viernes 13 y si mal no recuerdo contaba la historia de un grupo de delincuentes que luego de un robo se ocultaban en una casa en medio del frío invierno y todo lo que ocurría, ocurría en ese mundo claustrofóbico. Pensé entonces que Goodis era un gran autor y una variante en el estilo de la novela negra. Luego leí La víctima y encontré algo que me sorprendió mucho: un hombre de clase media, más o menos ilustrado, cae en un barrio bajo y algo en él se transforma. En realidad, él se transforma. Se descubre interviniendo en ese mundo ajeno con la fuerza y la energía necesarias para sobrevivir. Se entiende, por supuesto, que el mundo criminal necesita más que actores, soldados, preparados para ser heridos, capturados y hasta para perder la vida. El protagonista, extraño a ese medio ambiente, se adapta y lucha como uno más.
Yo entonces creí que eran dos opciones de un mismo autor hasta que leí Disparen sobre el pianista, El anochecer y La calle sin retorno. Allí vuelve a reorganizar el esquema de hombre cultivado y talentoso de clase media (pianista, ilustrador o cantante) que entra en el mundo del hampa un poco por azar, pero que a lo largo de la historia descubre que estar allí y pertenecer es su destino. En Goodis el destino está regido por dioses más feroces que los griegos. No hay forma de escapar; lo que tiene que suceder, lo peor, sucederá y no habrá forma de evitarlo. En el transcurso de esta tragedia, el protagonista aprende a ser como los criminales. No lo aprende por las vías de la clase media sino por la violencia más descarnada. Todo el tiempo su cuerpo está comprometido en heridas o peligro de muerte. Nada se detiene. Vuelvo aquí a algo de lo que referí hablando de la turbulencia de los aviones. Siempre tenemos la esperanza burdamente optimista de que el martirio va a parar. Hasta Cristo en el Vía Crucis experimentó esto. Esperando hasta el último momento que la destrucción de la carne y el dolor pararan en algún momento. Pero la muerte llegó antes, lo cual o significa que llegara rápido.
Goodis, que no es para nada cristiano, revive esa experiencia en sus historias. Un hombre fuera de su sitio que desde que cae en la vía rápida de la carretera, ya no puede dejar de conducir por ella y de pisar el acelerador tanto o más que sus compañeros de ruta.
En todas las historias interviene una mujer que empuja la acción hacia adelante. No son mujeres fatales sino peligrosas por su capacidad de violencia. Son cero sentimentales y lo ocultan muy poco.
En La calle sin retorno creo que está mejor descrita esta transformación, pero también lo está en Disparen sobre el pianista. En ambos casos la (auto)destrucción física y moral mediada por el alcohol o el juego se plantan en primer plano. Es como si no hubiera forma de llegar a algún sitio sin aprobar el ciclo básico y ese ciclo básico incluye el ejercicio de perder. Esta pérdida y sobrevivir a ella es condición sine qua non para participar de este mundo y sus historias. No se puede ser espectador, visitante, turista o periodista, práctica muy cara a la pequeña burguesía que siempre tiene una salida posible por la tangente para no dejar los dientes esparcidos en un callejón. Algo relacionado con la integridad moral se cruza con la integridad física. Mantener una y otra más o menos intactas es lo que necesita alguien de clase media para entrar y salir del submundo del crimen. Pero, ¿qué pasa cuando esto no se puede concretar? Goodis lo responde novelando.
En La calle sin retorno Whitey ama desbordadamente a una mujer, y ella le ama a él, pero la diferencia de clases se impone clarísima entre los dos. No a través de prejuicios sino de situaciones hiperprácticas en las que pertenecer a alguien es un hecho de supervivencia. Ser el rey de la selva y tener que refrendarlo todo el tiempo. Y quizás el león joven esté preparado o no para hacerse cargo del desafío, o quede relegado al mundo de los débiles.
Luego de perder a la mujer que ama, Celia, porque su cafishio y sus socios le dan una paliza desmesurada (lo destrozan físicamente y encima le revientan la garganta para que no pueda cantar más), él completa el trabajo. Si la educación criminal empezó por la paliza, el la fue completando con la moral, hundirse hasta lo más profundo con el sólo objetivo, quizás, de volver a verla. Pero este volver a verla no implicaba el desplazamiento geográfico de recorrer metros o kilómetros para llegar a ella. Llegar, de verdad, implicaba sumergirse en lo más pantanoso de su alma y aceptar quedarse allí. Sin eso, aunque estuvieran frente a frente, las distancias que les separarían serían infranqueables.
Creo que si en los otros autores hay una narración sobre el mundo del crimen y sus ramificaciones, en Goodis está presente un rito de iniciación, una metamorfosis y un desplazamiento que lo instala en ese mundo. Eso es lo dramático que él narra. La educación del protagonista para poder participar de un ambiente que no es el suyo y que en algún punto jamás lo será, ya que aunque consiga trasladarse y dañarse lo suficiente como para aprender, ese ánimo de observación y de extrañamiento sobrevive en él y le pone lejos de todos los demás personajes. Sin ironías es un Mowgli y luego un Tarzán, pero sin las certezas de que los otros animales se lo vayan a comer. Tenemos su punto de vista y crecemos con él en el dolor, pero no podemos dejar de mirar y ese impulso de observar, aún sin juzgar, le deja un resquicio de debilidad en el alma y le condena a perder una vez más. No porque los otros no pierdan, sino porque en él pervive la nostalgia de un mundo en el que lo que se pierde sólo puede ser llorado y no aceptado. En Goodis queda flote un último aliento de lo humano en un hombre antes de ser animal por completo, y sólo por hacer el esfuerzo de mantener ese aliento se expone irremisiblemente a la devastación y a la muerte.

lunes, 9 de febrero de 2009

La dictadura de la fotogenia

No me imaginé que lo que me fuera a mover a un nuevo post sería la película Camino. Como crónica insignificante de por qué la vi cuento: a) El cartel es fuerte y la línea "¿Quieres que rece para que te mueras tú también?", lo es bastante más; b) La sorpresiva, al menos para mí, votación de los Goya.
No digo que me importe un comino lo que se vota y lo que gana, porque si gana lo que me gusta me siento -de alguna forma- compensado y si gana lo que no me gusta me invade una sensación de desconcierto. Los premios, de una manera u otra, son un canto de sirena, y creo que aquí se cumple por completo.
Las dos anteriores películas de Fesser (El milagro de P.Tinto y La gran aventura de Mortadelo y Filemón) están poseídas por el color excesivo, por los planos de la publicidad y los clips; planos deformes, muchos, pero muy modelados estéticamente. A ninguna de las dos películas se les podía recriminar nada por esas elecciones, ya que lo que pretendían mostrar lucía mejor y vendía más. Está claro y más que claro que lo que se ve más bonito, entra mejor por los ojos.
En Camino optó, aparentemente, por el drama, y si bien no se decantó por esta opción, no fue porque no fuera su credo sino porque la historia no le daba el pie para hacerlo. No obstante definió un submundo onírico en el que se pudo despachar a gusto con los colores. No sé con qué inspiración o ánimo creativo arremetió con este espíritu de Huevo Kinder sobre un mundo sin lugar a dudas cruel y le lavó la cara. No digo al Opus Dei, que seguramente tendrán sus razones para quejarse sobre la imagen que queda de ellos, sino a una concepción sobre lo narrado.
Lavado es diluido. Hayan o no aplaudido los que vieron morir a la niña en la que se inspira la historia, nada se puede ver allí como un documento veraz. Al elevar lo que se cuenta y cómo se lo cuenta a un punto de fábula se anula esta posibilidad por completo. Como al poner en un plano simultáneo la muerte de la niña y la representación de la Cenicienta en un centro cultural de Madrid que ella hubiera deseado hacer para estar cerca del chico que le gustaba. O al ver la escena del baile sobre un fondo blanco sobre el que salen flores dibujadas y se reencuentra con un padre recientemente muerto, usando el vestido que su madre no le compró. Así se lava el impulso de una historia convirtiéndolo en un espectáculo que te hará llorar, pero porque el juego es llorar y emocionarse y ver lo bonito que pudo haber sido todo si los monstruos no hubieran aparecido. Los monstruos son el Opus Dei y juro que no me hacía falta que me lo contaran para que yo lo supiera. Todo eso es una verdadera película de terror. El cómo para refrendar una creencia hace falta sacrificar a una persona.
Fesser dijo, o dicen que dijo, que cuando leyó la historia de la chica en la que se inspira el film dijo que allí había una película y yo me pregunto ahora por qué no la hizo. Porque esto no es una película. Para los que se encantaron con Amélie y ahora dicen que Camino tiene algo de Amélie, yo creo que tiene todo lo patético e impostado de Amélie y que si la pericia de su director la hizo salir adelante y engañar y mucho, lo que hizo Fesser es un mamarracho. Que no es una historia real, que no es una fábula hecha y derecha, que miente pero no como le corresponde mentir a la ficción, sino porque engaña y manipula.
Hablan de los actores: Carmen Elías es muy buena actriz y aquí está muy bien, pero yo no estoy convencido de que aunque lo haya hecho bien, sea interesante; el padre, Mariano Venancio, está puesto en el lugar del punto de vista y hasta ahí su rol se justifica; ambos, creo, están con el automático puesto y hacen las cosas con corrección.
Y si la fotogenia es una enfermedad terminal, no puede matar sólo un par de cosas de las película. Las mata irremisiblemente a todas y la actuación va con ellas. Manuela Vellés, la hermana, es insoportable. Todo el tiempo exagerada, declamante y con sus ojazos verdes fuera de órbita todo el tiempo, ¿había alguien que le pudiera decir que se relajara un poco? Todos los demás, también declamaban. De ahí a una película de Garci hacía falta dar un paso. Y la niña Nerea Camacho... Es guapa, tiene ojos verdes, es fresca, encantadora, es inocente, es buena. Está más cerca de Alicia en el país de las Maravillas que de cualquier realidad posible. Y cuando se le da el Goya a actriz revelación lo único que se está diciendo es que es una sorpresa que hayan encontrado a esta niña. Pero, ¿después qué?
No sé si alguna vez voy a entender lo que pasa con estas maquinarias aberrantes que algunos quieren presentar como películas, que no tienen entidad, que cuentan una historia pero para poder contarla la disfrazan de otra cosa que no sea tan cruda ni se pueda reprochar tanto, que si pide oscuridad, le podamos encontrar una zona de luz y color, y que los personajes no tengan que ser desesperadamente normales sino que sean guapos o atractivos.
Antes de que la niña caiga fuertemente enferma una de sus amiguitas del colegio dice que ella nunca podría ser Cenicienta en el teatro porque no es bonita ni tiene tetas como otra de sus compañeras. Y Camino le dice: "Tú no eres fea". Lo cual es un gran consuelo, seguro, para la niña porque también tiene claro que no es guapa, y si no se hubiera enfermado Camino tendría que haber sido Cenicienta por lo linda que era. Pero sí es la Cenicienta de esta historia que no tiene personalidad, que disfraza el punto de vista para que nada parezca tan radical. Como el padre, que se traga todo quién sabe por qué.
Es triste que se aprenda de lo malo del cine americano. Cine de premios liderado por deformes, historias de nazis, enfermos y freaks. Quien los borda se puede llevar el oro. Y como tantas cosas es un aprendizaje malo y tardío. Con treinta años de retraso o más.
Pero bueno, la vida es así y cada día pienso que me tengo que sorprender menos de las cosas. Hasta quizás algún día alguien diga que Fesser es un verdadero autor y en los DVDs le saquen una trilogía -que ahora ya la tiene- y le agreguen en los extras su obra maestra: El secdleto de la tlompeta. Yo, por si alguien lo piensa, aviso: preferiría que no me la regalen.

sábado, 17 de enero de 2009

El americano impasible


Hace unos años, con una novia, cuando todavía Internet era algo que sucedía en otro lado, tuvimos acceso a un CD que era una base de datos hipercompleta sobre el cine. Jugábamos a algo un poco tonto, visto a la distancia, que era intentar llegar de un actor a otro, o de una película a otra en la menor cantidad de pasos posible. Experimentábamos el trabajo con los links y ella me decía que era la escritura del futuro: el hipertexto. Ese juego que era muy interesante en aquel momento, quedó como un recuerdo para -precisamente- el futuro. Hasta que no apareció IMDB no se pudo hacer lo mismo, y aunque no repetí el juego, aproveché y aprovecho todo lo que los links me dan. Así uno encuentra una película y su reparto y de repente aparece un actor, o un director, de los que habías perdido el rastro inmediato y te daban ganas de indagar más. Esto que vengo practicando hace años ahora se me ha convertido en algo un poco desmedido. Sé que haciendo esto y por alguna película que buscaba y alguna razón que me resulta inaccesible, me encontré con Lee Marvin.
Con Lee Marvin creo que tengo varias etapas de conexión y memoria: la primera cuando era chico, de las películas de los sábados o Sábados de súper acción en las que se resucitaba cierta versión de la función continuada que tenía el cine y que en el cine ya estaba muriendo. Ni siquiera agonizando. Sesiones de tres películas de tarde que seguramente se repetirían a la noche. Y alcanzaba también entonces para una función trasnoche de alguna película imposible de detectar de forma humana. Este cine era el Select, estaba en La Plata en la calle 7 y cuando se cerró terminó convirtiéndose en una iglesia evangelista. Algún día alguien tendrá que reflexionar sobre esta sustitución de espectáculos, que estoy convencido que no tiene nada de caprichosa.
Y ya que estoy en período de diversificar los recuerdos, también me acuerdo que ya con 23 ó 25 años asistí a la última función del Select en la que dieron Lo que el viento se llevó. Ya entonces me quedaba hasta que terminaban los títulos y por esa práctica para mí tan elemental, fui el último de salir de la sala. En la entrada me esperaba un periodista del diario El Día y el hombre que cortaba las entradas. Les juro que no me produjo tanta emoción que el diario me hiciera preguntas y pusiera una foto mía como "el último espectador", como lo que fue darle la mano al que cortaba las entradas. Nunca supe cómo se llamaba. Sólo sé que era un hombre flaco, alto, siempre vestido con traje y peinado a la gomina que, además, tenía cara de Drácula. Más específicamente se parecía a lo que podía haber sido Christopher Lee de muy joven. En nuestra cabeza de niños que lo vimos durante años en el cine, él era un personaje más salido de la pantalla para infiltrarse en nuestra vida cotidiana, en algo muy parecido a lo que después fue Last action hero con Schwarzenegger.
No alcanzo a recordar todas las veces que lo vi, pero sí me acuerdo del día en que una compañera de la Alianza Francesa y yo no fuimos a la clase para ver dos películas sucesivas tales como: 10, la mujer perfecta con Bo Derek y Dudley Moore; y el gran desafío de entonces, pleno 1980, que era ver El exorcista. Ese día me marcó como nunca, porque se conjugaron una chica que me gustaba un montón, una película que estaba de moda en todo el mundo y una que no había podido ver cuando era chico porque no tenía edad y porque me aterraba. El día que la vimos yo tampoco tenía los 18 años necesarios para entrar a ver la película, pero la chica con la que yo iba parecía mayor y cuando el flaco nos cortó las entradas nos preguntó: "¿Y ustedes cuántos años tienen?". Y los dos contestamos dieciocho.
Nos perdonó la vida.
Al flaco lo volví a ver un par de meses después de que cerraron el cine cuando se liquidaban los posters de las películas en lo que antes era una barra de bar, en la entrada. Él los vendía. Y después no lo vi nunca más.
Si yo pudiera filmar en La Plata y necesitara un cameo se lo tendría que pedir al flaco. Él sería el Christopher Lee, o el Vincent Price del que se valió Tim Burton para lograr que sus películas tuvieran cuarta dimensión.
Esta enorme digresión en la que incurrí fue para hablar de un tiempo en el que Lee Marvin no era más que otro actor en las películas. Un villano, casi siempre, pero un villano de alto nivel y presencia recurrente. En mi inocencia no había más para él.
En 1984, en París, vi un cartel de una película suya que estaban por estrenar: Canicule. Y tuve ganas de verla, pero no lo hice. Mi incursión fue en realidad una trasnoche para The Rocky Horror Picture Show, que en Argentina sólo se conocía indirectamente por la escena de Fama en la que los chicos de la película van a verla disfrazados y se la pasan genial. Creo que porque algo similar pasó en París, suspendí mi asistencia a ver Canicule.
En ese mismo año me despedí de él cuando lo vi en Gorki Park. Junto a William Hurt, y un tal Brian Dennehy que en aquel momento me parecía que también era muy buen pegador de piñas, amén de ser grandote y un bueno inabarcable.
Aunque me adelante, Dennehy pertenece a cierta raza común con Marvin, sólo que él caminó mejor por la buena senda. Por la buena y la mala, Marvin y Robert Mitchum.
Luego no tendría más contactos hasta 1994, cuando trabajando con la gente de El Amante Cine, volví a dar con él en tres películas: The man who shot Liberty Valance, Donovan's reef (o La taberna del irlandés que es como más se la conoce) y The big red one. Las primeras dos, de John Ford y la otra, de Samuel Fuller.
En la de John Ford él era el Liberty Valance al que un pusilánime James Stewart mata y eso le convierte en leyenda. Luego nos enteraremos que las cosas no habían sido exactamente así. Lo que es importante es que el Liberty Valance de Lee Marvin hace que toda la película tenga un sentido, que atemorice y haga pensar que derribarlo es imposible. Eso, obviamente, no se puede escribir en un guión ni pretenderse. Sólo puede conseguirse y eso lo hizo Lee Marvin.
Con esa idea me quedé y cuando vi The big red one, esa tremenda película de guerra, me quedé con la idea de que todo era un mérito de Samuel Fuller y que aún siendo un grande, Lee Marvin, era uno más de una legión de actores que podían imponer el mismo respeto en la pantalla. Estaba claro que ya gente como John Wayne o Henry Fonda, estaban muertos o muy mayores, con lo cual no había lógicas para aplicar, pero digamos que entre 1978 que muere Wayne y hasta la muerte del propio Marvin en 1987, no creo que hubiera muchos actores con las mismas características.
Y no me olvido, por supuesto, de La taberna del irlandés en la que precisamente Wayne y Marvin se mataban a trompadas todo el tiempo y descubrías el punto de comedia que también te podía dar él.
El salto llega hasta 2009 en que mirando IMDB y topándome de alguna manera con Lee Marvin me dije que tenía que indagar más. A la memoria me venía la película A quemarropa y eso porque la memoria es traicionera, ya que en mi cabeza algo me decía que era esa Canicule que yo no había visto y sigo sin ver. Miré todo lo que había hecho y me empecé a hacer preguntas tipo: ¿cuándo empezó Lee Marvin a ser Lee Marvin? ¿Fue cuando hizo Liberty Valance, cuando estaba en millones de series? ¿Cuándo?
Creo que hasta comienzos de los 60 con películas de John Ford era un secundario de nivel y luego entró como protagonistas de películas de acción y policiales en las que aún cuando fuera el "bueno", tenía un pasado de delincuente. Es imposible no verlo y no ver la ambigüedad del villano. Porque si había una perspectiva para verle era desde el mal y no desde el bien. Eso le hacía interesante, pero no es lo único.
Ahora, al volver a verlo, encuentro algo que me parece fenomenal: no lo veo actor, lo veo personaje. No quiero entrar en terrenos técnicos como que no actúa o no hace nada, cuando obviamente hace un montón. Quiero decir que así como en otros actores, independientemente de su pericia, veo al actor, en Marvin veo al personaje, al héroe, al villano, al hombre. Al que está inmerso en la historia y trabaja con ella. Esto es un ejercicio, por momentos, doloroso. Aunque suspenda mi incredulidad por la hora y media o dos que dura una película, siempre distingo al actor como un aura que está por encima del personaje. Más o menos perceptible, pero está ahí. Y esto pasa aún con muchos de los actores clásicos como James Stewart, Cary Grant, Henry Fonda. Quizás menos con John Wayne. O nada, también. Pero con Lee Marvin la ecuación es igual a cero absoluto. Y no es un actor bueno. Es estupendo. Lo veo junto a Gene Hackman en Prime Cut, con una desconocida aún Sissy Spacek, y a mí que me parece que Hackman es uno de los más grandes actores que se pueden encontrar, le veo la textura y a Marvin nada. Lo veo con Toshiro Mifune en Hell in the Pacific y me derrumbo ante los dos, pero Marvin es el minimalismo absoluto del villano de acción, de guerra, de policiales, de intriga. Quizás las películas en las que intervino no han tenido la suerte de pasar a un primer plano y él con ellas. Nos queda sí Los doce del patíbulo, pero creo que aunque busque y rebusque las películas son poco prestigiosas y no alcanzan a ponerle en un lugar que merece. ¿Es también una cuestión de tiempo como pasa con otros?
Yo creo que él fue el modelo de americano impasible, pero también impredecible. Fue el hombre que pudo hacer cien veces más de todo lo que le tocó. Fue un hombre de género y no bordó ningún drama como les tocó en suerte a muchos de sus colegas contemporáneos, mayores y menores que él. Murió bastante joven, sin serlo, claro, a los 63 años. Harrison Ford ha vivido más y no tiene el pelo blanco como le tocó a él muy tempranamente. ¿Cuántas películas más nos podría haber dado?
Acabo de leer por ahí que Tarantino es fan de Lee Marvin. Y yo también firmo. Con diez años de diferencia él le hubiera metido en una de sus películas. ¿Se lo imaginan en Jackie Brown haciendo el papel de Robert Forster, el detective que se alía con Pam Grier? Para Forster fue un empujón tremendo el que le dio Tarantino, como se lo dio en su momento a Travolta.
Creo que me voy a meter en el Facebook a ver si hay un club de fans y si no, a iniciarlo. Y quiero también desde ahora meter fotos en el blog. Y a pensar en una película en La Plata. Y a saber si el que cortaba las entradas en el Select sigue compartiendo el mundo con nosotros.
Muchas veces tengo la sensación de que nos damos cuenta de las cosas demasiado tarde.
Yo sobre todo.

jueves, 15 de enero de 2009

Replicantes

Primer post del año. Retrasadísimo. Desde el sacudón de las vacaciones navideñas que me cuesta sentarme a escribir lo cual confirma todo lo que dije en un post anterior sobre la importancia de hacerse el tiempo para la escritura. Lo difícil de hacerlo y lo que va quedando en el tintero cibernético.
Tuve varios impulsos perdidos y aunque no me veo recuperándolos, me quedo al menos con la idea de que puedo nombrarlos. El primero fue luego de ver Quarantine, la remake americana de Rec, la película de terror estrella de 2008, porque todo el mundo la fue a ver y porque ya desde que se estrenó se estaba hablando de que los americanos habían comprado los derechos para versionarla. Como es costumbre, ya todo el mundo pensaba en la degradación que habría en el remake sobre el producto original. Yo cuando vi Rec no pensé en esto para nada. La idea y algo de la factura estaba bien. No se la pasa mal, pero aún cuando todo el propósito está dirigido a hacernos creer que lo que vemos es una crónica del camarógrafo, algo resuena a falso. En primer término, los actores.
Salvo Ferrán Terraza, el bombero calvo, y en segundo lugar, Manuela Velasco, el resto de los actores se dedicó a minar cualquier credibilidad posible de la propuesta. Cuando todo apuntaba a un "esto es verdad", ellos lo negaban todo el tiempo. Y no quiero simplemente afirmarlo, hay que verlo y te salta a la cara.
Al salir del cine pegajoso y plagado de adolescentes de Valdebernardo al que la fui a ver, me dije: "la remake va a estar mejor porque peor no se puede actuar". Y dicho y hecho. Vi Quarantine y las diferencias fueron enormemente favorables. No solo en actuación, también en la fotografía y en el guión. La mejoraron, y la limpiaron de unos momentos muertos insoportables como eran las entrevistas a los habitantes del edificio, así como de algunas gracias que seguramente buscaban algo y al final de cuentas no aportaban nada.
Quarantine es más sucia y más salvaje. Es sucia en la luz y en la propuesta. Muestra una verdadera pesadilla urbana en la que frente a una emergencia bacteriológica, o se mata o se muere y no hay más opciones. La protagonista Jennifer Carpenter (la hermana de Dexter en la serie) trabaja sobre lo no dicho y con esto contrasta de forma brutal con la obviedad constante de Manuela Velasco que tiene que nombrar y explicar todo lo que pasa, amén de saturar con el discurso insufrible de los medios de que la cámara tiene derecho a filmar. Una pavada absoluta en un momento crítico como ese en el que no sabés si vas a salir con vida del edificio, y porque lo más probable es que te mueras.
Frente a Quarantine, Rec es una obra de teatro. O un happening documentado. Eso se siente al volver a verla. Una luz trabajada y artificiosa que hace más bonito el producto, pero mucho menos interesante. Porque para una propuesta de imagen bonita con cámara digital está Cloverfield que aquí en España se llamó Monstruoso. La luz está genial pero la forma en que está filmada no te lleva a que te fijes en la iluminación. En Rec no podés evitar hacerlo.
Está claro que frente a esta argumentación que hago muy a vuelo de pájaro muchos diferirán, pero estoy seguro que habría muy pocos datos objetivos con los que pudieran sostener una discusión. Siento ser categórico en esto. Estoy seguro que elegirían por amor o por rabia, pero no con mucha razón porque los problemas de Rec hablan por sí solos. Como los de El orfanato también, o Los cronocrímenes y los de muchas películas que concitan más partidismo que entusiasmo. Esa es la diferencia. Ya lo tengo. Partidismo a la hora de elegir y nada de entusiasmo a la hora de juzgar. Algo más cercano a la irracionalidad futbolística en el peor sentido de la palabra, frente a la excitación real que está en ver algo que está bien. Muchos velos se cruzan en la razón de un hincha para no ver lo bueno en otro equipo que no sea el tuyo. Y yo acepto esa regla del juego, pero cierro los ojos ante ella en el fútbol solo y hasta cierto punto. En lo demás no hay cómo defenderlo.
Por otro lado siempre vengo pensando, desde estos tiempos chinos en que todo se duplica y se falsifica, que al final de cuentas una copia, con una mejor dedicación en la factura y hasta en los elementos mismos que la componen, pueden hacerla mejor que un original. Lo pienso en esas copias de Armani que se hacen tanto en China como en mil lugares y que te llevan a pensar, al final de cuentas, ¿qué tiene mejor calidad? O, ¿cómo se dirime la calidad y la entidad real en algo?
Philip K. Dick también pensó mucho en esto. En su libro El hombre en el castillo se plantea qué le da el valor a un objeto. En qué consiste ese valor que convierte a un elemento X en algo interesante para mucha gente. Estuve releyendo el libro hace unos días porque buscaba un par de páginas en los que yo registré esta reflexión y desde entonces, desde hace diecisiete años cuando lo leí por primera vez, se me prendió en la memoria. Tampoco descarto que mi propio recuerdo haya alterado lo que leí, pero estoy seguro de que tiene que estar porque no me siento capaz de haber elaborado yo un pensamiento semejante.
El Armani clónico del sastre chino creo yo que tiene grandes posibilidades de ser mejor que el real porque creo en esa inmanencia de lo que está bien hecho supera cualquier barrera aunque no podamos verla. Creo que Quarantine es invariablemente mejor que Rec, pero por cosas seguramente mucho más profundas que las que a mí se me ocurren y que deben residir en algo que está contenido filosóficamente en el planteo de Dick. La maquinaria de fabricar realidades es muy débil en España. No falla la idea, que es incuestionable, sino algo que está contenido en la factura; en el qué hacer y en el cómo hacer. No sé, hay un tránsito físico entre la idea, la pura imaginación y la realidad; y la fabricación de la realidad implica una red industrial muy compleja que da entidad. Lo que se encuentra por fuera es pura simulación y artificio.
No es una excepción. Me pasa con Borges. Su construcción argumental, de lenguaje, de trama, es impecable, pero al leerlo el mundo ficcional no termina de tener la contundencia de lo visible. Sé que me meto en un jardín espinoso. Creo que porque hay algo de la idea y de la parábola muy abstracta que está presente en él; creo que sus personajes carecen de psicología y no porque no tengan ninguna, sino porque están al servicio de una idea, de ideas trascendentes y lo que pasa les afecta poco. Pienso en Funes, el memorioso. Puedo ver toda la argumentación que me pone en el sitio de lo que ve o contempla Funes, de lo que se puede elaborar sobre eso, pero no sé lo que le pasa. No sé quién es o a quién se parece, o a qué.
No digo que la falta de realidad sea un atributo negativo, y muchos menos en Borges que construyó su mundo con una dedicación fabulosa. Digo que hay algo en la percepción de la realidad que afecta toda nuestra percepción tanto ética como estética. La educación en nuestro mundo visual ordena ciertas jerarquías y otorga factibilidad a creaciones que todo el tiempo dialogan con la realidad, que es como decir todo el universo que podemos percibir y aceptar como posible. Lo demás lo eliminamos.
Hay toda una corriente crítica y desperdigada que proviene de diversos orígenes e ideologías que cuestiona lo inflexible de nuestro mundo aristotelizado. Se refugia en prácticas autodenominadas alternativas.
Creo que todo pasa por el consenso. El consenso construye la realidad y la realidad, por su fuerza, construye el consenso. Es un camino de doble vía, pero la maquinaria que puede fabricar el consenso, fabrica al mismo tiempo realidad. Hay algo de sus procedimientos que tienen algo de inasible y secreto; misterioso para los demás y para el propio manipulador, pero que hacen de ciertas creaciones un material pasible de ser traducido a formas reales, reconocibles, aceptables y por ende consensuadas.
Sé que hay algo tremendamente político en esto y que no intoxica el mundo creativo por tener esta condición, pero sé también que hay algo en la máquina de copias que invita a pensar sobre el estatus de las obras, qué son, por qué se hacen y para qué sirven, si es que tienen que servir para algo.