jueves, 14 de abril de 2011

Ser o no ser Carmela...

Me gusta que un espectáculo abra un espacio para la emoción, y eso es alquimia pura. No es ciencia, sino una cuota de magia y azar. La del aprendiz de brujo.
En Hamlet vemos la representación de unos cómicos en la corte. Es una metáfora de la realidad, del presente; un espejo. En Hamlet ese episodio es visto a la distancia y sólo tiene la perspectiva amarga de un príncipe que quiere vengar la muerte de su padre. Una tragedia.
Luego, siglos más tarde, Ernest Lubitsch rueda To be or not to be, una de las comedias más perfectas que pueda existir sobre un grupo de cómicos que se encuentran de un día para el otro con que Hitler ha invadido su país: Polonia.
Contada en tiempo presente, es ingeniosa, tierna, cálida, pícara. Invierte la apuesta de Hamlet. Mira la tragedia histórica desde esa compañía de actores de opereta, afectados por una mezcla de mundos como son la Commedia dell'Arte y las mismas bambalinas. Jack Benny es un sufrido Pierrot y Carole Lombard una levísima Colombina, pero juntos logran una hazaña y todo lo consiguen gracias a su talento y oficio.
Lubitsch los entiende un poco afectados, un poco mediocres, pero comprometidos con su tiempo y con gran corazón. No son el prototipo del artista político y discursivo, sino un poco lo que hoy es el actor comercial, más raído y desgastado, falto de conexión con la realidad. Así es que quien quisiera buscar un paralelo con ellos no lo debería buscar en el artista de culto, sino en el artista popular, tirando a populachero, y quien piense que esos no representan Hamlet u otras obras consagradas, que lo piense dos veces y encontrará millones de ejemplos en contrario. No se encontrará tampoco a estos artistas entre los cómicos de la legua, aunque quizás estén más cerca de ellos. Estos personajes no tienen melancolía y sí mucha urgencia de salir enteros de una historia que es como una picadora de carne, y quien entra en ella seguramente no regresa.
Esta película de Lubitsch fue (y es) tan fuerte que muchos han querido repetirla y emularla. Y no pude estar más distraído yo hasta la semana pasada en la que viendo la obra de teatro Ay, Carmela descubrí que había allí una versión de To be or not to be; la versión de José Sanchís Sinisterra.
Aunque ambas historias compartan el mismo pulso, sus puntos de apoyo divergen. A Lubitsch lo mueve la urgencia de un presente trágico y a Sinisterra una mirada agridulce, a la vez crítica y nostálgica de un tiempo revisitado con mucha distancia de época, pero con la vigencia del compromiso.
Fernando Trueba quiso copiar los mecanismos de Lubitsch en La niña de tus ojos y hasta nombró alguna vez la influencia. Sanchís Sinisterra en cambio optó por la traducción. La suerte de ese brigadista polaco que conmueve a Carmela, despierta una compasión por el destino de otros que al mismo tiempo es el suyo propio. La suerte del piloto polaco que Jack Benny y Carole Lombard protegen, es otra. A través de él libran un combate por salvar a los familiares de otros polacos que en Londres se preparan para liberar su país, a quienes un espía tratará de entregar para batir moralmente a sus enemigos.
En ambas historias se juega el sentido de la oportunidad y de las consecuencias de actuar. Artística y personalmente. Los cómicos de Lubitsch evitan una tragedia inminente, los de Sanchís Sinisterra caen víctimas de un destino inexcusable, histórico, el mismo de la República española.
La puesta de Ay, Carmela (foto) que vi el viernes pasado, dirigida por Esther Ríos y protagonizada por Carlota Ferrer y Oscar de la Fuente, conecta con lo que late dentro de la obra. Por eso ante todo es una obra viva. Toca cuerdas dormidas en la gente y las templa. No se puede ser indiferente ante ellas. Emoción, compromiso y memoria se conjugan. Pero pongo la emoción por delante de todo. Si no, lo otro es de papel.
La compasión hacia Carmela, tan transparente, tan entregada, tan expuesta, nos coloca en un sitio de desasosiego. Desde el comienzo sabemos lo que le ocurrirá, no ya porque una película lo haya contado, sino porque la propia obra nos denuncia desde el principio qué fue de esa mujer, y nada de lo que veamos estará distante de ese dolor. Nos reiremos con y de ella, pero al final no habrá premio. O habrá un premio amargo. Nostalgia de lo que pudo ser y no fue. De esa mujer que quiere, pero no puede salvar a nadie. Víctima ante todo de la indiferencia, de la tibieza.
¿Cuál es la tragedia de Carmela? La falta de sentido de la oportunidad. Pero esa carencia no es más que una alarma de que la mayoría de nosotros somos dados a leer el sentido de la oportunidad de una manera dislocada. Como que éste sólo pudiera estar relacionado con el silencio y la inacción, y no con todo lo contrario. No se llega a medir con certeza la temperatura de los momentos históricos y así se opta por renunciar antes que a pedir. A renunciar antes de pedir. Y de allí arrancan todas las paradojas.
Ochenta años después de la Guerra Civil, las víctimas de entonces claman por justicia, igual que el padre de Hamlet. Otros espectros en otros caminos, en otros corredores, en encrucijadas que parecen nuevas y sólo replican a las anteriores. Es entonces cuando una obra de cómicos trashumantes intenta purgar la historia que la propia realidad no aborda. Y la frase anterior vale para Hamlet, pero también para Ay, Carmela.
Lamenté que esta puesta además de suceder en un centro cultural, no sucediera también en una plaza, una noche. Lamenté que ese diálogo espontáneo de mujeres y hombres mayores, más cercanos en el tiempo a la Carmela de la historia, estuviera tan desajustado, pero ¿no es al fin y al cabo el diálogo más real que existe? Si repetían los textos, si le ponían desintencionadas notas al pie a la obra, si la explicaban, la criticaban, la celebraban o le huían, todo era parte de una complementaria puesta en escena, fuera de cátedra y forma. Eran un poco como Gertrudis. Falsamente ingenuos, ampliamente partícipes. Todos cómplices de algo, como el personaje de Paulino, el marido de Carmela. Todos condenados a cierta suerte de purgatorio en vida por estar fuera de tiempo y tratando de alejar de nosotros cualquier oportunidad de reparación. Sea barriendo los pasillos con una camisa de falangista, tangible o no, o simplemente callando.
Agradezco haber sido testigo de las desproporciones y los excesos de esa función y de esa obra. De la fiebre de ese carnaval atragantado en medio de la cuaresma. Del público y de la obra. De un diálogo que sin quererlo se vuelve rabelaisiano. De ser testigo de un episodio en el que todo el sentido de la oportunidad estaba puesto en juego y salir de él, inspirado.