viernes, 18 de noviembre de 2011

El fin del mundo

¿Qué hace de una película algo especial? ¿El tema que trata? ¿La factura? ¿La mano del autor? ¿La historia que cuenta? Yo sé que a mí como espectador me importan las historias.
Muchas veces en el cine se discute el rol de la historia. Hay quien lo hace abiertamente y quien lo hace a manera de tesis. La tesis que se trata de demostrar es que la historia no es importante en muchos casos y que sólo el transcurso en el tiempo de imágenes sobre el soporte fílmico ya es una narración per se. Es un discurso en el tiempo que no necesita de anécdota para validarse.
Durante varias décadas (y aún hoy) el concepto de autor fue muy importante. Es otra narración y otro discurso. Lo que cuentan las películas de ese autor son sólo eslabones en una cadena más grande que es el nombre de quien las cuenta. No tengo nada en contra de esto. Creo que han habido autores con mundos propios y que esos mundos dialogaron intensamente con su creador. Se presupone que ese diálogo intenso es, además, dramático. Esto es que la obra se rebela contra el autor, aún cuando es portadora legítima de sus ideas y pasiones, y le imprime cierto aire de Sísifo, que arrastra en ascenso una pesada carga, llega al tope, la carga vuelve a caer y el ciclo recomienza.
Bergman fue uno de los autores densos por antonomasia. Kurosawa y Antonioni, otros. Pero también los hay como Eastwood que tienen una relación muy relajada con su obra. Que es variada, de contenido diverso, nada obsesiva con sus temas y sin embargo lleva su marca a todas partes. Woody Allen, en su caso ha trabajado consistentemente para que su producción se lea como una obra. Durante un tiempo pensó que el peso del tema, su fuerza de gravedad, eran los que le darían dimensión: su etapa bergmaniana, con su mismo director de fotografía y todo. Luego se reconstruyó retomando el camino de la comedia, dramática o no, y la adhesión a los clásicos traducidos, a la revisión del cine y así. Dentro de sus historias está siempre el rastro de sus neurosis, del rol del azar y del sexo en la vida del hombre cosmopolitano y con eso logró armar su paquete.
Polanski por su parte ha tenido tensiones con el mundo de los hombres y de una forma o de otra esa tonalidad que es su persona en conflicto constante ha marcado su trabajo.
Ninguno ha tenido una línea recta, por supuesto. Todos, de mayor o menor manera, fueron consiguiendo que su producción fuera pacificándose con el universo al paso de los años.
Creo que si uno elige concentrarse momentáneamente en la línea de los autores cinematográficos y olvidar otros elementos del cine como el tema, la narración o la factura; si solo existiera un cine de autor para mirar, habría que hacerse muchas preguntas sobre quién es cada uno de los que dirigen y cuál es su aportación.
Con esto me refiero a que el mundo de los autores oscila entre la verdad y la impostura. No es uno u otro, es una confluencia, pero está claro que en algunos pesa más lo honesto que en otros.
Todo este pensamiento previo es para abordar a Lars Von Trier, que no dudo que sea un autor, que no dudo de su pericia como director, que no dudo de su intuición temática, pero sí me permito dudar del valor de su obra.
Hace unos quince años el director polaco Krystof Kieslowski se había convertido en el director de moda de mediados de los 90. Su trilogía de los colores, que eran los de la bandera francesa, se convirtió en ese momento en objeto de culto. Quizás el futuro le hubiera deparado cambios y sorpresas, pero la muerte se le adelantó y su obra quedó concentrada en la Trilogía, en La doble vida de Verónica y en el Decálogo. Estas últimas fueron piezas para la televisión y a día de hoy si se mira o resulta más interesante mirar a Kieslowski es por su Decálogo polaco que por su producción francesa. Quizás La doble vida de Verónica fuera realmente un punto de transición entre la obra anterior y la nueva, pero al volver a verla me dio la sensación que el fuerte aliento que tenía en su período polaco, se diluía en el contacto con Francia.
Creo que hubo con él un intento claro de rescate de un autor de detrás de la cortina de hierro para que se proyectara a Occidente. Y sobre todo en un Occidente europeo y liberal era necesario que más autores fueran llenando la pantalla. Me queda ese recuerdo muy fuerte porque lo que se hablaba en 1995, en tiempo presente, eran instancias alrededor de un autor en particular que parecía iba a definir cuanto menos los próximos años de producción cinematográfica preferencial por no decir culta. La muerte interrumpió un proceso que trascendía a Kieslowski como autor en sí, y desnudaba la necesidad de un sector de la industria del cine de construir figuras hacia las cuales dirigir la atención. Y remarco esto porque tras su muerte podría haber habido una proyección y multiplicación de la influencia de su material, sin embargo eso se truncó. A lo cual, a una década y media de todo aquello, hace legítima la pregunta de ¿fue tan importante y tan consistente el paso de Kieslowski por la cumbre de la admiración como se nos quiso contar en su momento? ¿O vivíamos algo que era más impostura que verdad?
Y digo esto porque me gusta el Kieslowski del Decálogo, pero no dejo de notar que su período francés me resultó tan insustancial como esnob.
Lo insustancial de una obra me parece difícil de demostrar, más cuando las obras están en sus picos de atención. Es cierto que hay ciertos paradigmas sobre el cine y las operaciones que rodean los estrenos que se convierten en clichés de una generación para la otra, pero no por eso dejan de existir los esfuerzos de crear y hacernos creer que hay obras donde no las hay.
Se puede seguir el rastro de las películas que aspiran a ocupar el sitial culto del mes o del trimestre, cómo vienen precedidas de operaciones de prensa y cómo después su insustancialidad queda al desnudo. A punto de estrenarse El árbol de la vida de Terrence Malick, se nos intentó decir, más allá de la temática, que Malick no era un autor como los demás, que era especial, que además era filósofo, etc., etc. La película se evaporó apenas estrenada. No tenía de dónde sostener ese punto pretencioso que la prensa buscaba darle.
Con Lars Von Trier me parece que pasa mucho de esto, y creo que Melancholia es una película en la que paradójicamente en lugar de crecer, se hunde más. Lars Von Trier, y no de ahora, juega con la provocación. Su episodio en Cannes ensalzando a los nazis, innecesariamente, que se sugiriera su expulsión del festival y luego su arrepentimiento, me parece parte de una puesta en escena que representa lo que él es. No conozco persona en este mundo que habitamos y menos en el mundo de la cultura que no sepa cuáles son los temas tabú. Y quien se proponga abordarlos debe saber realmente qué quiere decir sobre ellos. Nadie dice gratuitamente algo positivo sobre el nazismo si no espera que se produzca una reacción. A eso llamo provocación. A jugar el juego de tocar temas polémicos sin tener de verdad ni el cuerpo ni la intención de decir algo sincero, si es que realmente quiere fijar un punto sobre algo.
Me acuerdo también cómo en la película Cinco obstáculos, hizo que un antiguo profesor suyo y director rehiciera un corto del año 1968, y el episodio que no puedo olvidar es que él produjo una escena de una gran comida de gala en medio de una villa de África castigada por el hambre. La aparente paradoja tenía la forma de un chiste y un chiste así es sólo patrimonio de alguien que hace del cinismo una práctica de vida. Creo que la oposición (aparente) entre cinismo e hipocresía entendida como un juego, no arroja nada de valor para considerar. Esta oposición está manejada en cada una de sus películas donde frente a la hipocresía del mundo, la actitud cínica opera como la alternativa de reparación. No es que diga que es la única posible, pero no se ven otras alternativas.
En Melancholia, película de tesis si las hay, está presente el mundo hipócrita de los demás y la verdad desnuda de una chica depresiva que no puede seguir adelante con todo lo que se espera de ella. La primera parte de la película que es la boda de este personaje, Justine (Kirsten Dunst), es el desfile de ella ante todas las variantes de la impostura. La segunda parte, que aborda a su hermana Claire (Charlotte Gainsbourg), es el universo de una persona que no registra cuan infectada está de hipocresía hasta que se enfrenta con que el mundo se va a acabar y va a morir, y nada de lo que conoce seguirá existiendo. Ante la destrucción del mundo Justine se relaja y Claire pierde todo su antiguo equilibrio, aunque no la cordura, y esa actitud de insoportable negación no la abandona aún en el momento en que todo se acaba.
Entiendo que es en este sentido que Lars Von Trier se refrenda como autor cuando en cada una de sus películas enfrenta a sus personajes a los mismos dilemas. Punto anotado. En todas, las resoluciones son crueles y la mirada sobre los personajes es cruel, nunca compasiva. Es una mirada que aún difuminando el juicio, juzga a todos. En ese sentido es que también la idea de Juicio Final efectivo sobre la humanidad cae sobre todos a través de un planeta que se llama Melancholia. Su forma de narrar esta historia (hay poca historia en realidad y es casi más una obra de teatro que una película), está basada en su manejo del oficio de filmar. La imagen es la que nos permite digerir un desarrollo esquemático donde cada personaje es una idea.
Le reconozco a Lars Von Trier esa capacidad de convertir ideas en personajes y que no parezcan burdamente lo que son en origen, pero no dejan de ser ideas. El fin del mundo es una prerrogativa absoluta del autor que inventa el curso altamente improbable de un planeta de esquivar todo menos la Tierra. Está claro que el cine permite inventar todo, pero entiendo que lo importante en el arte está más en lo que una obra proyecta que en la declaración que quiere realizar. En ese sentido las películas de tesis son un género que me resulta muy cuestionable y no polémico. Creo que la polémica en una obra tiene que surgir no de la intención abierta sino de sus implicaciones. Y además tampoco me parece interesante si en una película en particular, específicamente esta, el autor me propone como verdad su diagnóstico de que la humanidad no vale nada y que es mejor que desaparezca de la faz del universo. Texto que surge de la boca de Justine. Con esta película Lars Von Trier vuelve a decir que desprecia la humanidad y si alguien de verdad desprecia la humanidad en este mundo, desprecia al público. O sólo consideraría público a aquellos que como él consideran que la humanidad estaría mejor si fuera exterminada y si este planeta fuera un páramo. No puedo imaginar que un punto de vista así sea compatible con hacer cine si le parece que las personas no merecen piedad. O en todo caso lo que sucede es que eso es mentira. Porque si alguien cree de verdad eso se debería dedicar o a ser pastor de una nueva iglesia o a tratar de conseguir ojivas nucleares para terminar con el mundo. Y si no es verdad, y es una gran impostura, y es una insustancialidad más y es algo falso vestido de profundo, entonces nos estaríamos quedando con la superficialidad de las cosas.
Superficialidad es la factura y el nombre en lugar de lo que de verdad se está contando. Si fuera un político, y su discurso tiene implicancias políticas, sería un ejemplo del que dice una cosa y hace otra. El cínico y el hipócrita en el mismo cuerpo. Quien no cree en las personas, en el público, o en el cine (porque quien no cree en el público no puede creer en el cine), debería dejarlo y dedicarse a las cosas en las que se supone que cree. No porque no tenga talento, sino porque lo que monta es un discurso falso y en esta sociedad que vivimos eso no es algo que se eche en falta. Y que de una vez por todas se ponga a destruir el mundo, si es lo que quiere. Ganaría tiempo en sus cosas. No en las mías, por supuesto. Pero creo que así lo vería más sincero.


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