domingo, 31 de octubre de 2010

Cuento de Halloween con monos

1977. Buenos Aires. Frente a un televisor en blanco y negro estamos mi madre, mi tía y yo. Estamos viendo Regreso al Planeta de los Simios, la segunda parte de El Planeta de los Simios. Ya me había conmovido el final de la primera película, cuando Taylor, Charlton Heston, se baja del caballo y arrodillado sobre la arena, frente a una semienterrada Estatua de la Libertad, descubre el misterio de ese mundo dominado por los monos. Lo que en Taylor es rabia, en los espectadores es conmoción. Éramos niños. Yo lo era. No pude comparar y creo que tampoco podría reconstruir hoy lo que vieron los adultos en esa escena. A mí me marcó.
Así que esa noche cuando veía la segunda parte, luego de saber que la humanidad se había desmoronado en favor de otro grupo, quise saber más. Yo no entendía de política pero sí entendía que el mundo estaba amenazado por un peligro que estaba cifrado en las bombas atómicas. En ese mismo año nuestra maestra nos leyó un cuento de Ray Bradbury, de Crónicas marcianas. El cuento se llamaba Vendrán lluvias suaves y narraba la muerte de una casa automatizada en una zona que había sufrido un ataque nuclear o más precisamente el de una bomba H ya que las casas continuaban en pie. De todas las imágenes que construí entonces estaba la de ese perro llagado que caminaba dentro de la casa vacía hasta caer muerto. Eso era para mí el final de la humanidad, aunque fuera en Marte, y en 33 años lo sigue siendo.
Por eso cuando Taylor gritaba su horror en la playa, yo sentía que también era parte de ese final. Imaginaba qué pasaría si ese día se adelantaba a todo lo esperado y yo estaba presente. Con qué dignidad o falta de dignidad afrontaría el terror de ese instante para el que no habría escapatoria posible.
Esa noche del 77, cuando veías a una secta de humanos adorando a la bomba nuclear como a un dios, los pelos se te ponían de punta porque intuías el peligro. Cuando los humanos se quitaban las máscaras, pensabas: si yo tuvieras la suerte de sobrevivir, ¿no estarías quemado como ellos? ¿no me convertiría en una especie de mutante?.
Y cuando un Taylor rabioso y moribundo por las balas de los simios aprieta una piedra de cristal rojo que hace estallar la bomba, uno vuelve a ser presa del horror. Así es el final. Así termina todo. Así de sencillo. Pero no es suficiente. La voz neutra de un narrador sale después y dice: "En uno de los miles de millones de galaxias en el universo, hay una estrella de tamaño mediano y uno de sus satélites, un insignificante planeta verde, es un planeta muerto".
Ahora que lo recordé en canal directo con el pasado tengo otra vez la carne de gallina.
¿Qué podía haber entonces más contundente que la idea de que la Tierra tuviera un final? Que la estupidez humana iba a arrasar con todo y que todos nosotros, que no teníamos nada que ver con esos seres poderosos, ciegos de arrogancia y distantes, sólo nos tocaría sufrir las consecuencias.
No puedo enumerar ni detallar todas las fantasías que acuñé desde entonces como alternativas a ese final. Lo imaginé tantas veces como mi inocencia lo hizo posible.
Allí, ayudando a recrear todos los escenarios posibles, también estuvo El eternauta, otra de las historias que narra la derrota posible de la humanidad, y muchas historietas que salían en revistas como Corto Maltés, Skorpio, Tit bits, Pif Paf, todas de la Editorial Record. Allí esas fantasías (y mil otras, por supuesto) tenían lugar y mantenían la idea de un cierto círculo. En ese círculo nosotros éramos una parte, el presente, un episodio, otro. Pero el pasado y el futuro estaban alimentados de lo fantástico. Recuerdo que Hor y Henga me daban una información de un tiempo en el que humanos y extraterrestres convivían casi en una especie de época cavernaria o pre civilizada. Y eso era el pasado posible.
Gracias a Regreso al Planeta de los Simios, el final, el futuro, era la derrota de la humanidad primero y luego un Armageddón que dejaría a la Tierra como un verde planeta muerto. Y ese verde para mí era el del musgo sobre las piedras, sobre una superficie rocosa, en brumas perpetuas, húmeda, pero repleta de gases irrespirables.
El mundo fantástico puede ser maravilloso y oscuro. Las dos alternativas me interesan. En una noche de Halloween, de la que sólo me provoca la oportunidad de ser presa de los horrores de forma más legítima que en otros momentos, elijo este final de distopía que me dio más miedo que ninguna otra cosa, en esa noche del 77, en otras noches, y quizás en el futuro donde me aguarden agazapadas otras mutaciones de este mismo temor.
Y aunque mi percepción sobre este episodio final, en esta película, haya cambiado, aquí dejo el clip de esos últimos minutos, como testimonio de un tiempo en el que el terror nuclear y la sombra de un posible Juicio Final, lo era todo y nos quitaba el sueño.

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